6/14/2011

HOMENAJE A JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI


Testimonio: Los increíbles 65 años de lucha de Juan Pebes§
            Entrevista de César Lévano.
Juan Pebes es una suma de experiencias y un depósito de sorpresas. En su casa de Santa Clara, el Partido Socialista fundado por Mariátegui adquirió el nombre de Comunista que era el que correspondía a su naturaleza y programa (el aniversario del PCP se celebra el 7 de octubre, fecha de la fundación del PS en 1928). Pebes estaba en ese momento confinado en Santa Clara, después de varios años de prisión y tortura a raíz de la masacre de Parcona en 1924. Eso determinó que no pudiera volver a ver a su amigo José Carlos Mariátegui, quien en 1919 de había dado la idea de organizar el primer congreso de campesinos peruanos. Fundador de la Federación de Campesinos de Ica en 1921, de la Federación General de Campesinos del Perú en 1922 y de la Confederación Campesina del Perú en 1947, Pebes fue también miembro del primer ejecutivo del APRA, por presión moral de Haya de la Torre, que había previamente comprometido a la dirección campesina en su partido. En la entrevista grabada que publicamos en parte,  varios datos de la historiografía quedan aclarados. Por ejemplo, los vínculos del anarcosindicalismo con el movimiento campesino, o el carácter real del Comité de Defensa Pro Indígena Tahuantinsuyo, desnaturalizado en libros recientes. Varia es la lección que se desprende de esta vida ejemplar: el punto nodal en que inteligencia e información sirven al ardor combativo; el coraje a toda prueba y la fecundidad de la imaginación desplegada por los campesinos que optan por la fiesta como ocasión de mitin o del joven Mariátegui, que saca del sombrero la oportunidad de convocar la centralización campesina.
Me gustaría que nos contara un poco de su historia familiar y personal.


Nací en el caserío de Parcona, que queda a dos kilómetros escasos de la ciudad de Ica, el 15 de agosto de 1895. Teníamos casa propia y terreno propio. Mi madre era descendiente de una antigua familia de Parcona. Mi padre procedía de Pueblo Nuevo, también  en Ica. Teníamos una vida llevadera, tranquila. Teníamos parras que nos permitían elaborar aguardiente y vino, huerta de frutales y tierra llamada blanca para productos alimenticios. Amén de que mi madre, que era muy trabajadora, tenía su pequeña granjita en la que criaba carneros, cerdos, aves. Teníamos un par de vacas lecheras, caballos para caminar. Estudié hasta el segundo año de secundaria en el colegio de “San Luis Gonzaga”. Interrumpí esos estudios porque se formó en Ica una escuela Técnica de Agricultura, que no tenía alumnos. Mis profesores dijeron a mi padre: “Su hijo estudia cuatro años, recibe su título de técnico y después se puede ir a Lima a estudiar dos años más, y se recibe de ingeniero agrónomo”. Mi padre me entusiasmó. En 1914 y 1915 estudié allí.
Don Juan, usted me contó alguna vez de su primera venida a Lima en 1914.
¿Cómo fue esa excursión?
Eso fue al terminar ese año, en premio por mis buenas notas en el primer año de la Escuela Técnica. Me alojé durante dos meses en casa de un primo. Eso me dio la oportunidad de conocer la capital. Ya me entusiasmaba la idea de ayudar a los obreros que comenzaban a luchar por mejores condiciones de vida. Mi padre contaba escenas horribles de lo que había visto durante su vida, especialmente en el sur del valle de Ica.
Esos hacendados eran muy abusivos. A los hombres les pagaban veinte centavos de jornal y a los jóvenes, diez. Todo eso me llamaba la atención. Le decía a mi padre: “Papá, ¿no hay justicia contra eso?”. “No”, me decía. “Nada se puede hacer. Ellos son los que mandan. Ellos son los que nombran las autoridades, gobiernos. ¿Quién va a ir contra ellos?”.
Yo le decía: “cómo no, papá. Si todos los pobres del campo nos uniésemos, seguramente que conseguiríamos mucho”. “¿Quién va a hacer eso?”, me decía. “¿Tú no ves al gobernador Bernales?.
Cuando sale un hombre que quiere hacer algo por nosotros los pobres, lo manda a matar. Lo meten en el cepo”. Allí los ponían con candado. Dejaban al hombre toda la noche, y al día estaba abierto como una yuca asada. Más tarde, cuando era ya dirigente de la Federación, en 1922, vine a Lima a denunciar uno de esos casos. Vinimos con una delegación y pedimos audiencia a Leguia. Nos la concedió. “¿Esta clase de crímenes cometen?”, preguntó. “Tienen el cepo, el látigo en Ocucaje y Macacona usan también el tortor”. “¿Y qué cosa es el tortor?”, me preguntó Leguía. Le dije: “Es una argolla de acero, movible, de abrir y cerrar; una especie de vincha que colocan alrededor de la cabeza. Tiene exactamente en el punto de las sienes dos nudos, también de acero, para el lado de adentro. Al cerrar esa corona iban ajustándola mediante un tornillo”. Leguía llamó a su secretario: “Llámeme de inmediato al ministro de Justicia”. El ministro era un doctor Julio Ego Aguirre. Llegó, y Leguia le dijo que escuchara la denuncia y que lo autorizaba para dictar las órdenes más convenientes. El ministro se sorprendió y se indignó. Leguía me preguntó: “¿Y qué hacendados son esos?”.  “Generalmente son los Elías, que son muy malos”.
“Inmediatamente voy  a dar órdenes al agente fiscal para que en el día ordene la abolición de esos elementos de tortura”, dijo el doctor Ego Aguirre. Ya se había dado la resolución suprema que creaba la Sección de Trabajo y la Sección de Asuntos Indígenas. A ésta había entrado el doctor Hildebrando Castro Pozo. Eso fue por gestión de nosotros a través de la Asociación Pro Indígena. Bueno, efectivamente se hizo lo ordenado por el ministro.
Estábamos en 1914. ¿Qué hizo en Lima ese año?
Bueno, en esa época no hice ninguna gestión, porque todavía no teníamos ninguna organización. Lo único que había hecho en mi pueblo era haber creado un club deportivo, en 1911. Lo fundé entusiasmado por el fútbol que había llegado a Ica por primera vez el año anterior, en 1910. Había llegado al Colegio “San Luis Gonzaga”. Antes existían sólo juegos como la bata. El hecho es que los muchachos de Parcona se entusiasmaron, y me comisionaron para averiguar cuánto costaba una pelota de fútbol en Lima. El precio era caro: treinta soles; pero los reunimos. Me nombraron presidente del club. Pero antes había tenido que averiguar en Ica cómo se formaba una directiva. Me ayudaron los panaderos, que eran medio organizados, y los zapateros, que eran muy activos.
Alguna vez usted me contó que trabajó como panadero en Lima. ¿Fue ese año?
No. Fue en las vacaciones del años siguiente. Esa vez me gasté la plata del pasaje de regreso. Me había jaraneado. Me dio vergüenza mandar pedir plata. Y decidí trabajar. El pasaje en vapor, porque no había carretera, costaba catorce soles del Callao a Pisco. El del ferrocarril de Pisco a Ica costaba doce reales, un sol veinte. Fue así como entré de ayudante de contador en una panadería que quedaba en la misma curva de Cinco Esquinas. Cuando regresé a Ica, ya no seguí los estudios. Primeramente, porque hice la travesura de organizar familia. Además, hubo la circunstancia de que sin pensar me metí a la lucha. Pero no a la lucha obrera, por el momento, sino a un conflicto que surgió en Parcona, por motivo de las aguas. Para regar nuestras tierras teníamos necesidad de las aguas que discurrían por una de las acequias que regaban la hacienda Vista Alegre, de los Picasso. La condición, me contaban mis padres, desde antes de que los Picasso fueran los dueños, era que todos fuéramos a trabajar a la hacienda. El anterior dueño había dicho, cuando autorizó el primer canal: “Ustedes no me tocan ni una gota de agua mientras la hacienda no acabe de regar”. Era una zona sin agua. Así que se comprometieron. En esas condiciones empezaron a trabajar.
¿Cómo continuó la labor?
Después pidieron y obtuvieron permiso para otro canal, un poco más arriba. Fue así como se formó la zona d pequeños propietarios de Parcona. Antes,  en las tierras de la comunidad, en la parte baja, se habían formado cuatro haciendas. Cuando yo estaba en segundo año de agronomía, uno de los profesores nos informó del aprovechamiento y distribución de las aguas del regadío, y nos hizo saber que existía una disposición del gobierno que reglamentaba esa distribución entre los diferentes canales de la Costa del Perú, teniendo en cuenta las numerosas reclamaciones que constantemente hacían los hacendados las comunidades de la costa y la sierra. Ese año de 1915, llegó el agua antes de Navidad. Todo el mundo se alegró. Pero decían: “lo malo es que tenemos que verla pasar, no más, porque Picasso tiene que acabar de regar”. “No”, le dije a mi papá. “Yo creo que ya a eso tenemos que ponerle punto final. Hay una disposición del gobierno para que los riegos comiencen de la cabecera a los pies, sean quienes sean los interesados. Nuestras acequias o canales están en la cabecera. O sea que tenemos derecho. Cuando menos, lo que pueda caber en la compuerta. O sea primero de uno de los canales, para no menoscabar en cantidad a la hacienda. Si no, Picasso se muere de rabia o nos mete bala”. “Sí, pues”, “Bueno, entonces vamos abrir la toma de arriba”. Tuvimos que reunir a varios de los interesados. Todos viejos. Yo era el único muchacho. Me preguntaban si era cierto lo de la legislación. La gente de Picasso estaba regando y sintió la merma. El patrón envió una cuadrilla de peones, que no eran mucho. Vino  el mayordomo y dijo: “¡Cierren la compuerta!”. Nos negamos. Vino el forcejeo, una pelea tremenda. Yo no estaba en ese sitio; pero escuchamos la bulla de la pelea. Encontramos que la gente del hacendado estaba tirando golpe que daba gusto. A mi padre lo tenían en el suelo y le estaban pegando. Por precaución, yo había llevado un garrote. Al ver al que estaba pegando a mi padre, le di un garrotazo que lo hizo caer, medio privado. Vino otro, que quizo pegarme. Como estaba muchacho, corrí y no me alcanzaron. Bueno, los míos ganaron la pelea. El mayordomo dijo: “¡Mañana se entenderán con el patrón!”.
Y ustedes, ¿qué hicieron?
Nosotros seguimos, hasta que el agua se secó. Entonces les dije a los de Marcona que teníamos que reunirnos. Nos juntamos debajo de un árbol. Allí les dije: “no se asusten”. “Yo sé que existe la ley y que hay una comisión técnica que está funcionando desde el año pasado”. Estábamos en 1915. Les planteé enviar al día siguiente una comisión a Ica. Otro dijo que era mejor en ese mismo momento. Cada uno se cambió de ropa y nos fuimos. Atendía la oficina el ingeniero Ezequiel Gago. Le expliqué la situación. Le dije que el señor Picasso no nos dejaba regar mientras él no terminara su riego, y que nosotros necesitábamos el agua más que el hacendado. El ingeniero me dijo: “¡No!. Esos abusos ya se van a terminar. Tiene derecho de prioridad; pero sin quitar más del cincuenta por ciento a la hacienda”. Le aclaramos que nuestros canales eran chicos. Nos dijo que iba a citar al hacendado y que nosotros enviáramos nuestros representantes, con un poder. Me mandaron a mí con el compañero José Gómez. Picasso mandó a un mayordomo. “Costumbre es ley”, dijo éste. “Eso ya no vale, ahora hay una ley”, dijo el ingeniero. Firmamos un acta.
¿Qué consecuencias le trajo esa lucha?
Ese primer triunfo dio lugar a que me ganara la confianza. Me abrazaban. Los veteranos decían: “¡Fíjense: un muchacho nos ha hecho respetar!”. Gómez me acompañó en las luchas campesinas hasta el último. Era muy valiente, muy sincero y muy desprendido. Me dijo: “¿Sería bueno formar una sociedad, no te parece Juancito?”. Citó a una pequeña casita de nuestro pueblo. Y así se formó la Sociedad de Pequeños Regantes de Parcona. Me nombraron presidente. Esto fue el 11 de abril de 1916. Pasó un año. No nos reuníamos más que para conversar. Un día, Pedro Castillo, gobernador del pueblo, me dijo: “Oye, Pebecito, ya que tu tienes ese empuje, ¿por qué no formamos una sociedad no sólo de regantes, sino para que nos defienda a todos, que somos peones de la hacienda, que nos pagan cuarenta centavos por trabajar todo el día, desde antes de las seis de la mañana hasta las siete de la noche a veces?. Los muchachos ganan nueve centavos, quince centavos”. El 4 de mayo de 1917 se funda el primer Centro de Campesinos y Obreros de Parcona. Me nombraron presidente; vicepresidente a José Gómez y secretario a un joven, Pedro Pablo Hernández.
Usted me dijo alguna vez que la organización campesina se vinculó con la Federación de Obreros Panaderos “Estrella del Perú”...
Precisamente, fue después del Centro de Campesinos y Obreros de Parcona. Nosotros no teníamos vinculación con otras instituciones. Solamente podíamos contar con la simpatía del Centro Obrero Iqueño, que también se había organizado recientemente, en 1915, fundado por el doctor Róger Luján Ripoll. Su primer presidente fue Julio Tataje. Era empleado. Muy bueno. Un verdadero luchador. Ellos nos alentaban. Fueron a buscarme. “Caramba”, me dijeron, lo felicito. Vemos que es usted bastante joven. Los campesinos nunca han tenido organización. Yo les dije: “veo con dolor lo que hacen con los pobres indios, los que viene de la sierra. Tienen que trabajar desde las cuatro de la mañana hasta las nueve, diez de la noche. Les pagan treinta centavos”. Yo había trabajado dos años en la hacienda, en 1907 y 1908, cuando hubo sequía. Ganaba diez centavos trabajando once horas y aveces doce. Los capataces daban látigo a los muchachos cuando no terminaban la tarea. Comencé a organizar. Quería hacer una organización solidaria, que comprendiera no sólo a los hombres, sino también a las mujeres. Al principio, ellas no querían formar parte: “¿quién va a estar metida ahí con los hombres?”, decían. Fueron dos primero. Y poco a poco se fueron acostumbrando. Mi primera preocupación fue combatir el analfabetismo. Aproveché para crear la primera escuela nocturna ahí. Fui el primer profesor. Creció la organización; pero primero me limité a fortalecerla. Pensaba que para hacer un reclamo teníamos que contar con la solidaridad de todos. Ya en 1918 estábamos bien. Todos asistían como un sólo hombre a las reuniones. Ese año le hicimos la primer huelga a Picasso. Pedimos reducción de la jornada de trabajo a ocho horas, aumento de salario y abolición de castigos y maltratos.
¿Cómo se les vino la idea de las ocho horas?
Porque ya oíamos hablar a los obreros. Ya oíamos hablar de los mártires de Chicago. Yo les contaba de eso. Alguna vez llegó un periódico obrero de Lima; pero muy aisladamente. Bueno fuimos donde Picasso y le dijimos: “ya sabemos que en Lima hay las ocho horas de trabajo”. “¿Quién les ha dicho eso?”. “En los periódicos está”. Llevamos el asunto ante el agente fiscal, doctor Ezequiel Sánchez Guerrero, que había sido mi profesor en el “San Luis Gonzaga”. Era chotano. Dedicaba tres cuartos de hora a su clase de geografía, y un cuarto de hora a conversar sobre los crímenes de los españoles  contra los indígenas. Bueno, atendió el reclamo. Fue Picasso en persona y fuimos varios de la directiva. Picasso, hombre listo, preguntó si nuestra sociedad estaba reconocida oficialmente. Y cuando le dijimos que no sabíamos cómo se conseguía eso y que queríamos la jornada de ocho horas, nos dijo: “¡están locos ustedes¡ eso es para los obreros del as fábricas no para los campesinos. El agente fiscal nos dice: sin personería no les puedo atender. Fracasamos. Después, el Dr. Sánchez Guerrero nos aconsejó para obtener el reconocimiento de la Prefectura. Entonces los más viejos dijeron: “no conviene pedir por el momento el reconocimiento oficial. Vamos a comprometer a la gente que va a trabajar a otras haciendas. Si todo están de acuerdo, hacemos una fiesta pública”. Dejamos pasar varios meses, y el domingo 4 de mayo de 1919 se efectuó la fiesta. Invitamos a trabajadores de las haciendas vecinas. Repicaron las campanas de la iglesia. Ese día hicimos como  si recién se fundara el Centro. Me eligieron presidente. Así comenzó la lucha. Teníamos ya colaboradores, jóvenes campesinos que sabían leer y escribir.
Perdone que le interrumpa. ¿En qué momento se produce el contacto, que alguna vez usted me refirió, con la Federación Obrera Regional Peruana?
 Fue en 1918. Antes de reorganizar el Centro de Campesinos y Obreros ellos me mandaron a Lima. Gómez y un hijo de Castillo, el teniente gobernador dijo: “conviene mandar a nuestro presidente a Lima, para que vaya a orientarse allá con las grandes organizaciones y buscar apoyo”. Ya desde la segunda vez que vine a Lima buscaba con afán a la Asociación Pro Indígena. En Ica desde 1912 oí hablar de ella. En 1918 di con ella. Funcionaba en la calle El Puno, al lado del Congreso. Busqué a la Federación Obrera Regional Peruana, a la Confederación de Artesanos, al Centro Internacional Obrero de Solidaridad Latinoamericana. En el Centro Obrero de Ica me habían dado las señas. Me presenté a la secretaría del Comité Central de Defensa Pro Derecho Indígena Tawantinsuyo me nombraron secretario de actas. Llegó a tener un poder formidable. Yo le di un impulso fuerte. Me quisieron hacer secretario general; pero  no acepté porque tenía que ir a Ica. Conocí a Hipólito Salazar, que era secretario general de la Federación Obrera Regional. A tu papá lo había conocido desde 1915, en la panadería de Cinco Esquina
¿Es en 1919 que usted conoce a José Carlos Mariátegui?
Lo conocí en setiembre de 1919, pocas semanas antes de su viaje a Europa. Samuel Núñez, que era el secretario general de la Tawantinsuyo, lo visitaba. Le dijo que había llegado un delegado de los campesinos de Ica y que desempeñaba muy bien el cargo de secretario de actas. “Tráelo, tráelo; quiero conocerlo”, le dijo Mariátegui. Fui a su casa, en Sagástegui “Tengo mucho gusto en conocerlo”, me dijo. “Me dice el compañero Núnez que es usted muy entusiasta. ¿Ha habido otra organización campesina en Ica?”. “¡Jamás!”, le dije. “Tenían miedo”. Conversamos una serie de cosas. Me dijo: “venga usted todas las veces que pueda; porque quién sabe, no sé todavía, puede ser que viaje al extranjero”. A la primera vista fui con Samuel. Me alentaba. Me preguntaba cuántos socios había, cómo eran los patrones, cómo eran las costumbres. Yo le contaba. “ ¡Adelante, no más, no se desanime!. Eso sí, tiene que resignarse porque en cualquier momento le pueden hacer pasar unos sinsabores. Pero veo que usted tiene carácter para poder afrontar situaciones”. Así me decía. “El problema del campesinado es muy importante. Necesitamos hombres que lo puedan dirigir. Usted es joven; pero veo que tiene una emoción social que pocos poseen. Por el calor con que usted me habla creo que algún día va a hacer algo por los campesinos, por los indios del Perú”. Esas fueron sus expresiones. “¡Ojalá!”, le dije.
Usted me dijo en cierta oportunidad que fue Mariátegui quien le dio la idea de realizar el primer congreso indigenista...
Ah, sí. Creo que fue en la penúltima entrevista que tuvimos. “Oiga usted, compañero”, me dijo. “Usted es secretario de actas del Comité Pro Indígena”. “Así es”, le dije. Porque la primera vez basureó al Pro Indígena, Me dijo:” Eso no. Usted está allí; pero se dedican a lloriquear, a suplicar compasión para los indios. ¡Hay que hacer huelgas, algo!. Ir donde el gobierno a exigirle que dé leyes para que reconozcan sus derechos a los indios del Perú!. ¿Por qué razón van a vivir eternamente esclavos?”. Me hablaba, pues, con calor el hombre. Le dije: “Yo pienso lo mismo”. Entonces me dijo: “Ya se acerca el centenario de la independencia. ¿Por qué no pide usted en una sesión del comité central para que se dirigan al presidente de la república pidiéndole apoyo para reunir un congreso nacional de comunidades. Para que el gobierno de Leguia tenga la oportunidad, porque parece que tiene la intención de hacer algo por el indio del Perú. Entonces se reúnen en congreso, y el gobierno puede presenciar a las puertas de palacio las denuncias que le podrían traer esas delegaciones. Para que el gobierno también tome en cuenta y pueda dictar las leyes que necesitan”. “Yo todavía no tengo mucha experiencia en esto; pero voy a proponerlo, compañero”, le dije. En efecto lo propuse. Lo aceptaron gustosos. En ese tiempo nos acompañaban ya Mariano Echegaray, Hildebrando Castro Pozo, Erasmo Roca, que era muy consecuente con nosotros, nos ayudaba, iba a dar conferencias al Pro Indígena, lo mismo que Castro Pozo.
También Pedro Zulen, Dora Mayer y otros intelectuales. En 1920 hicimos la petición a Leguia. Castro Pozo nos llevó donde el ministro de Fomento, Lauro Curletti. Nos dijo: “Curletti es partidario de los indios”. Presentamos así la solicitud para que se autorizara al comité central convocar al congreso.
Leguia dio la autorización.
En un artículo de “La protesta” de mayo de 1924 se dice: “aquí en Lima en el primer congreso indígena estuvimos también nosotros (o sea los anarco-sindicalistas), actuando al lado de ellos, orientando sus acuerdos y fijando su programa”.
Ellos nos alentaban. Organizaban las huelgas, salían a las calles con banderas, gritaban, y yo al pie de ellos. Yo me fogueé al lado de esa gente enérgica, que no tenía miedo. Recuerdo a los hermanos Julio y Moisés Caycho, de Chilca, a Hipólito Salazar. Los anarcosindicalistas nombraron una delegación al congreso.
Ellos me alentaron, sobre todo templaron las fibras de mi rebeldía.


§ De “En mi casa se fundó en PC”. En MARKA, Revista de Actualidad y Análisis. Año Vi. No 174.9 de octubre de 1980, Pág.14-17