7/02/2010

UTOPIA Y MESIAMISMO EN LAS REBELIONES COLONIALES. Ensayo analítico y crítico



Por Waldemar Espinoza Soriano

           Entre los andinos siempre hubo la idea de reconquista
              
            Los incas refugiados en Vilcabamba fueron los primeros en actuar militarmente – a su estilo-  con la finalidad de retomar el Cusco. Pero les fue imposible porque las demás etnias los olvidaron, especialmente la Cañar, Chachapoya y Huanca. El poder español, entre tanto, se enraizaba fundando una y más ciudades a lo largo y ancho de lo que fue el Tahuantinsuyo, llamado desde 1529 Reino de la Nueva Castilla por Carlos V, y Gobernación del Perú por Francisco  Pizarro. Es que los hispanos triunfaron, quedando derrumbadas las aspiraciones de  Manco Inca Yupanqui, Sairy Túpac, Tito Cusi Yupanqui y Túpac Amaru I, éste último degollado por  sentencia  del virrey Francisco de Toledo en 1572.

            La mitificación de lo Incaico entre los andinos fue permanente

Pero si bien los soberanos del Tahuantinsuyo fueron abatidos definitivamente en el mencionado año, ya desde la segunda mitad del siglo XVII, pero cardinalmente en el XVIII la lectura de los Comentarios reales de los incas  -de Garcilaso de la Vega- había contribuido a enardecer el orgullo étnico entre las noblezas indígenas, en lo fundamental en las de origen cusqueño. Las aristocracias nativas, en general, constituían un grupo con identidad y personalidad, por lo que irremediablemente acabaron contradiciendo a la clase dominante colonial.  Idealizaron a la sociedad incaica hasta grados superlativos, imaginándola como el Estado más perfecto de la historia universal, en todos sus aspectos. Se produjo, por consiguiente, el nacimiento de la utopía andina o más propiamente tahuantinsuyana. Al incario  comenzaron a entenderlo como una época de perfectísima paz, justicia y orden.

La utopía, que por definición no tiene lugar ni en el espacio ni en el tiempo, en el Perú -en cambio- el pueblo indígena, azuzado por sus altos linajes, se imaginó colectivamente que dicha sociedad paradigmática si tuvo su oportunidad en  el Tahuantinsuyo en la etapa anterior a la llegada de los españoles. Es de lo más fascinante conocer el cómo aquel Imperio, donde existieron desigualdades sociales e imposiciones político-militares, fue transformado en una tierra de ensueño, o mejor dicho en un paraíso de  homogeneidad y ecuanimidad, sin  desposeídos, ni hambrientos, ni desnudos, pero que fue echada a pique por las huestes hispanas. Y  que -sin embargo- podía ser reconstruida como rechazo al sistema colonial, entregando otra vez el mando a los incas. Configuraba un anhelo que brotaba como fruto del malestar que se comenzó a generar contra las estructuras que los oprimían.

Ya desde las postrimerías del XVI a los incas los habían convertido en el símbolo del equilibrio y  rectitud. Es lógico, por lo tanto, que dentro de tal concepción, pensaran que el retorno del inca surgía como la única solución o propuesta para de nuevo vivir en medio de un gran bienestar. Fueron argumentos cargados de mesianismo y milenarismo, como producto de la prédica evangélica de los doctrineros. Y con tales pensamientos alimentaron la rebelión nativa de Songo y Challana en 1623-1624, la de  Lima en 1666, la de Juan Santos Atahualpa en la selva central  entre 1742 a 1756 y la vigorosa revuelta de Túpac Amaru en 1780.

Los campesinos del siglo XVIII, con sus respectivos señores o apos, muy sensibles a la descomposición de sus estructuras materiales, económicas y   sociales y por igual de sus superestructuras morales y religiosas, miraron hacia el pasado incaico para idealizarlo y reconstruirlo, por lo menos mentalmente, como una alternativa política ante la dominación colonial.  Por eso en sus fiestas comenzaron a recordarlos mediante danzas, cantares y escenificaciones teatrales, en las que resurgían la captura y muerte de Atahualpa, que terminó transmutándose en un mecanismo de identidad, rearme político y reproducción social. Fue una utopía oral, mítica y legendaria que muy pronto iba a derivar en revueltas sociales para rechazar el abuso y la injusticia. Sus ritos, música, danzas, ropajes, lengua y apellidos fueron puestos al servicio de aquella causa, terminando por convertir al sapainca en incarry (inca rey). Así es como ponían la totalidad de sus esperanzas para su restauración.

No cabe duda que habían tomado conciencia de lo que significa ser colonia de una potencia europea, en este caso España. Y claro, como resultado de una extrema sublimación platónica del régimen incaico, en tal sentido la utopía creada por Gracilazo de la Vega se trasmutó en una silenciosa actitud política, imaginándose con recuperar dicha sociedad histórica que se truncó con la invasión  española. De manera que para los incarunas del Cusco y otros curacas dicho imaginario acabó convirtiéndose en  una posibilidad, en una noción que los andinos lo propalaban contra los chapetones y criollos. Aunque para éstos, aquellos pensamientos de los nobles señores andinos eran  imposibles, porque las estructuras coloniales estaban ya solidamente apuntaladas y los descendientes de los incas   totalmente debilitados, talvez liquidados para siempre. Los caciques, por su lado,  permanecían encasillados para servir al dominio español. Incluso los descendientes de los incas de privilegio  estaban servilizados. Y en cuanto a la población, los mestizos se habían multiplicado y las castas proliferaban por aquí y por allá. El imperio colonial era una realidad mundial, donde los criollos peruanos habían adquirido una preponderancia inconmovible. En una colonia con estas características, los proyectos de los de la estirpe incaica y curacal devenían en meras ilusiones, imposible de devolver el señorío y autoridad a los herederos de los soberanos del Tahuantinsuyo, y peor todavía a los curacas.

Y no obstante de esa manera de enfocar el asunto, en el siglo XVIII brotaron proyectos que fueron puestos en acción para independizar a  los andinos, prescindiendo de chapetones y criollos, y en otras aceptando a estos últimos bajo ciertas condiciones. La nobleza autóctona  creía haber llegado  el momento de seguir un derrotero fijo. Me refiero a Juan Santos Atahualpa y a José Gabriel Túpac Amaru, que tenían conciencia de los hechos, por lo que se reanimaron  y dentro de una coyuntura de crisis estructural del imperio español iniciaron sus luchas de liberación nacional.

De ahí que es conveniente manifestar cómo en el  XVIII, denominado comúnmente  el siglo de las reformas borbónicas, fue también la temporada de un renacimiento del orgullo por lo inca y lo curacal, por las buenas formas de la vida patricia nativa. Objetividad demostrada con el auge del arte pictórico y artesanal, y de los entremeses, sainetes y otras escenas melodramáticas, en las que rememoraban los fastos  gloriosos  de los incas, y también su caída con la muerte de Atahualpa. Reaparecieron las tradiciones indígenas, revalorando lo propio, pero sin desmerecer una serie de elementos culturales traídos por los peninsulares: religión, armas, escritura, plantas, animales mayores y menores, tecnologías, cabildos, varayos, etc. En medio de lo cual hay que tener presente que la crema y nata indígena gravitaba en el espectro colonial con notable visibilidad. Estaba reconocida por el gobierno metropolitano y virreinal. Los descendientes de los incas y  curacas  no eran vistos ni tratados  como campesinos-indígenas comunes,  no pagaban tasas tributarias, no intervenían en  prestaciones personales, conservaban sus tierras,  podían ser educados en colegios especiales para ellos; muchos tenían fortunas, haciendas, hatos, o ejercían el gran comercio. Constituía una prosapia que sabía leer y escribir, derecho negado a los runas comunes. En sus casas poseían ejemplares de los Comentarios reales de los incas. Como convertidos al catolicismo, practicaban estos ritos aunque conservando la reminiscencia del imperio de sus antepasados, alegorizado en la posesión y exhibición de la  mascaipacha colorada con la que se  ceñían  sus cabezas cuando concurrían a  las procesiones del apóstol Santiago y del Corpus Cristo. Seguían, pues, cultivando sus tradiciones concomitantemente con sus cargos de caciques, lo que les insuflaba una infinita  ufanía.

Lo que, simultáneamente, coincidía  con una fuerte crisis económica y social para los indígenas no nobles, motivada por las mitas o trabajos forzados, tributos en especie y dinero, impuestos y repartos o comercio forzoso llevado a cabo por los corregidores. Todo esto mezclado al abominable sistema de castas, donde a la gente se le valoraba y distinguía por jerarquías raciales y de clase según el matiz de su pigmentación. A lo cual hay que agregar que constituía el período en que fue segregado el territorio meridional peruano para dar paso a la conformación del Virreinato de Buenos Aires, con la consiguiente pérdida de Charcas, Argentina, Paraguay y Uruguay. El comercio libre, por su parte, advino para generar una tremenda pesadumbre entre los mercaderes ex monopolistas de Lima y Callao, por cuanto fueron declarados puertos abiertos Valparaíso, Arica, Pisco, Paita, Guayaquil y Panamá.

Pero el proyecto de revivificar  lo andino, durante la integridad del lapso colonial fue un programa de la aristocracia indígena y mestiza solamente, que iba a ser derrotada de modo definitivo en 1780 con el ajusticiamiento de Túpac Amaru. Es evidente, no fue un proyecto estrictamente campesino. La utopía para aquéllos bullía como el anuncio profético de la futura llegada de una edad nueva, del advenimiento de un  mundo flamante.

 Y si bien la nobleza de raíces incanas abrigaba sus propias concepciones, entre los campesinos sobrevivientes también funcionaban otras inherentes a ellos. Así, nadie podía borrarles la remembranza del “glorioso y justo gobierno de los incas”. Dicha evocación confrontada con el régimen implementado por los españoles y criollos, cada vez mitificaba más y más al incario, transformándolo día a día en una  robusta e indestructible utopía. Los campesinos indígenas del Virreinato (Quito, Lima, Charcas) mantenían latente la rememoración de los incas, gracias a un intenso repertorio de piezas teatrales. En ellas las imágenes de Huáscar les resultaba tan familiar como la figura de Atahualpa, pero no ahorcado sino descabzado en concordancia al pensamiento andino. Oralmente, pues, los campesinos-indígenas mantenían bullentes esas retentivas, con el  cerebro puesto en la idea de que el retorno del Tahuantinuyo significaba el regreso de una sociedad repleta de amor y comprensión, en la que debían desarrollarse los indígenas, sin la presencia de españoles ni criollos, sin comercio monetario, ni clero de raigambre  chapetona  y criolla. Es que a todos estos les atribuían la causa de sus desgracias. En otras palabras: hasta meditaban en resucitarr sus cultos tradicionales.

Lo trascendental es que todo eso no configuraba un mero concepto metafísico. Por lo que, cuando podían, exteriorizaban sus deseos poniendo en práctica sublevaciones rurales. Entonces arrasaban haciendas, estancias, obrajes, atacaban a españoles y criollos (blancos), sin hacer distingos entre los nacidos en España y los venidos al mundo en el Virreinato; e incluso contra los mestizos y hasta en oposición a algunos runas enriquecidos a la usanza colonial. Los ejemplos más cabales en tal aspecto son los protagonizados por  Juan Santos Atahualpa y Julián Túpac Catari..

La utopía de los indígenas o atunrunas andinos estribaba en un proyecto para acabar con la atrabiliaria realidad colonial en la que sobrevivían explotados, humillados, dependientes y desunificados. Para ellos, el único sendero factible constituía en volver a los modos de existencia imperantes en la población incaica. De manera que en su imaginación o magín rehacían el pasado con la idea de reedificarlo en su presente para garantizar un futuro  dichoso. Lo que diafaniza porqué se esforzaban en mantener latentes sus mitos, leyendas, tradiciones y narraciones históricas, como una medida eficaz para asegurar sus identidades, permitiéndoles elaborar un discurso ideológico al lado de quehaceres y prácticas políticas. Conformaba un proyecto estructuralmente bien digerido, que debía materializarse con la imitación de la vida antigua,  concebida como arquetípica o ejemplar. El indígena sentía  profunda simpatía por sus antepasados que, no obstante ser remotos, invariablemente lo tenía actualizados. Los andinos auténticos inquebrantablemente tenían -y tienen- vocación por la retrospección y lo antiguo, volviendo la vista atrás con la repetición de discursos históricos, míticos y legendarios,  o sea, reales y quiméricos  a la vez. En el mencionado acontecimiento, los sucesores de los  incas y de los caciques regionales estaban nutridos y muy estimulados por los Comentarios reales del inca Garcilaso de La Vega, que leían y releían. La referida crónica les provocaba una admiración inexhausta por describir una sociedad intachable que fue desmoronada por una agresión horrorosa. Pero aparte de los Comentarios reales que ejercía su influencia, fue la angustia colonial la que forjaba y mantenía fluyente el utopismo entre los indígenas. Bien que  la utopía andina es apenas una parte de la historia del Perú.

Por otro lado, el hecho de haber sido “bautizados” con el nombre de indios la integridad de los atunrunas que integraron  las docenas de etnias andinas, tuvo una innegable consecuencia social y política. Poco a poco secundó para que en la conciencia de los atunrunas progresara y madurara el concepto de que la totalidad conformaban una sola “nación”: la “nación indiana del Perú”, o mejor dicho la “nacionalidad india del virreinato  peruano”. Cosa que a su turno se vio superlativamente favorecida por los doctrineros y misioneros que operaban en las tres regiones naturales, quienes optaron por la elección y difusión del quechua como el idioma predominante de la evangelización. Lo que coadyuvó a consumar la unidad del runa andino, con la desaparición de las rivalidades étnicas en costa y sierra. Con absoluta seguridad los españoles y criollos nunca pusieron en campaña dicho esquema con premeditación, sino por razones pragmáticas y nada más, por comodidad para alcanzar y profundizar la alienación o desculturización de lo andino. Reflexionaron que extendiendo el quechua propagarían mejor el discurso hispanista y católico. Pero también hay que tener en cuenta otro aspecto importante: la movilización permanente de los indígenas para cumplir sus mitas en distintos lugares (minas, obrajes, haciendas, estancias, ciudades, villas), puntos de encuentro que aproximaban e integraban a las diferentes etnias.

La utopía andina, a la larga, resultó irrealizable. Y pese a ello sirvió eficazmente para mantener viviente las promesas autóctonas en un país  acrisolado, más justiciero e irreprochable. Es verdad que legendarizaron a la civilización inca, aceptando sin dubitaciones todo lo que dice Garcilaso, al extremo de conjeturar que   fue un Estado sin exploradores ni explotados, a diferencia de los tiempos coloniales. Fue, ahora no cabe sospechas, una exageración.

En tal contexto surgieron  muchísimos motines y asonadas campesinas en la décimo octava centuria. Se han contabilizado aproximadamente 120 movimientos, aunque 118 de de ellos de carácter antifiscal, es decir, contra los repartos, tributos, mitas mineras y obrajeras, diezmos y primicias. La aparición de tantas revueltas de tal tipo denuncian la insondable decepción contra el engranaje colonial que los tiranizaba. Se ha descubierto que el principal  motor de las protestas eran los repartos: comercio realizado por  los mercaderes de Lima a través  de los corregidores de las provincias. Todos estaban sujetos a estas transacciones imperativas, hasta los criollos-campesinos, quienes solamente contravenían los altos precios, por cuanto urgían  de la mayoría de esos objetos para satisfacer su vida cotidiana. En tanto que los indígenas cuestionaban al conjunto de cabo a rabo por no necesitar los artículos o cosas que les impulsaban a adquirir. Pero eran protestas que no concluían en rebeliones, excepto las de  Juan Santos Atahualpa y José Gabriel Túpac Amaru.

Protestas antifiscales y de defensa social

Como vemos, hubo diversas formas de defensa social: 1° Guerras de liberación como las de Manco Inca Yupanqui, Juan Santos Atahualpa, Túpac Amaru y de los hermanos Angulo. 2° La búsqueda de un señor protector, que podía ser, paradójicamente, un hacendado, un sacerdote, o el maestro de un gremio al cual le pedían ser aceptados como aprendices. 3° Otros que emigraban a las ciudades para ser jornaleros, comerciantes y artesanos. 4° También  quienes se refugiaban en sus ejercicios idolátricos. 5° O elaborando ideas de trasfondo mesiánico, esperando un libertador celestial de los atunrunas. 6° De manera similar protestando aisladamente a través de quejas verbales y escritas. 7° O escapando a lugares apartados. 8° Asimismo autoeliminándose o suicidándose, o asesinando a terceros en una actitud de venganza social. 9° De forma análoga dedicándose al vagabundaje y bandolerismo, asaltando en los caminos. 10° En la situación de los negros cimarrones haciendo sus palenques, en los que efectuaban un bandolerismo social conformado por cuadrillas, cuatreros y abigeos; pandilleros urbanos y alborotadores sociales. 11° Parecidamente trabajando a desgano, o destruyendo los instrumentos de producción. 12° O resistiéndose a cumplir el mandato de las autoridades. 13° O armando tumultos urbanos y pueblerinos. Y 14° por fin, en ocasiones extraordinarias, suscitando impresionantes sublevaciones sociales.

La violencia campesina estaba presente para defender sus derechos conculcados por la prepotencia de españoles y criollos. Claro que el furor configuraba el último recurso. Primero reclamaban verbalmente; después mediante memoriales elevados a las autoridades; enseguida abriendo juicios penales y civiles. Y sólo al hallar negligencia y mala fe en las  diversas instancias, es que se amotinaban o sublevaban usando como armas piedras y palos. Fatalmente siempre salían perdiendo. A sus líderes y cabecillas les daban los peores calificativos; los encarcelaban, torturaban y hasta los condenaban al sueño eterno. Los archivos peruanos están colmados con tal tipo de documentos.

Ya en 1666, a causa de la explotación y excesos, Lima fue el epicentro de una conspiración nativista liderada por un indígena que se puso el nombre de Don Gabriel Manco Cápac, pero con resultados de difícil realización. La rebelión abortó merced a la denuncia soploneada por el traidor José Díaz. Los corifeos del movimiento fueron puestos en prisión en mayo de aquel año. Luego de consultar con su asesor Gaspar de La Cueva y Arce, el virrey duque de La Palata penó a los reos a la  horca, la que fue ejecutada en el patíbulo instalado en  plaza mayor de la capital virreinal. Sus cabezas y manos, cual macabros trofeos, permanecieron colgados por largo tiempo sobre el arco del puente del Rímac, mientras el felón disfrutaba de las   compensaciones por su cobarde delación. Los habitantes españoles y criollos de Lima quedaron tan  conmovidos que no cejaron hasta ver levantada una muralla ciñendo a la ciudad para hacerla invulnerable a las invasiones de los indígenas de Lima, Huarochirí y Yauyos, bien que disimulaban su temor achancado la causa de  su miedo a los piratas, asaltantes que jamás pusieron pie en la cabecera del Virreinato.

El siglo XVIII fue la época de los continuos y estremecedores movimientos sociales, conformando todo un proceso que involucró a la totalidad del antiguo virreinato peruano (Audiencias de Lima, Quito y Charcas), como secuela natural por tratarse de una sola realidad económica y social. Únicamente en la citada centuria, y en lo que respecta a Lima y Charcas, se sucedieron 140 revueltas, casi la mayoría en la sierra y, en especial, en el sur andino. El porqué dicha área concentró a tantos convulsiones sociales se debe a tres factores: 1° por ser asiento de minas y obrajes que demandaban un suministro permanente de mano de obra nativa, principalmente a través de mitas. 2° Porque ahí se agrupaba el mayor volumen de población andina sometida a todo modelo de ladroneras. En la costa también paraban atunrunas, pero en menos cantidad, ya que las plantaciones más corrían a cargo de trabajadores esclavos de origen africano. Los oriundos del litoral, además, tenían un expectante desempeño artesanal y comercial en las ciudades y villas, condición que les eximía de tareas tipo mitas y yanaconaje. Y 3° por la existencia de circuitos mercantiles bien articulados alrededor de centros mineros de envergadura (Potosí, Cailloma, Otoca, Huancavelica, Pasco, Quiruvilca, Hualgayoc, Zaruma, etc.), constituyendo ejes de acumulación y epifocos de contradicciones coloniales.

En lo que compete a resistencias estrictamente campesinas o indígenas sí las hubo, pero exclusivamente como asonadas, motines o simples insubordinaciones. En cambio rebeliones puramente nativas dirigidas a cambiar el sistema y las estructuras no los hay. Las dos grandes conjuraciones libertarias de Juan Santos y Túpac Amaru tuvieron en sus filas a muchísimos cholos, mestizos, negros y castas. Y en la circunstancia de Túpac Amaru hasta criollos pobres y algunos clérigos que se aquerenciaron con su proyecto. Además, los dos grandes pronunciamientos contumaces fueron capitaneados por guías de la aristocracia, vinculados a la genealogía de los incas. En una y otra, los  caciques (nobleza indígena y mestiza) tenían puestos claves en la alta dirección. La extraña singularidad de rebelión enteramente campesina en el  XVIII podría ser la de Julián Apaza  (1780-1781), caudillo aymara que se cambió de nombre, poniéndose “Túpac Catari, virrey de Túpac Amaru”. Apaza decretó la expulsión de los españoles del territorio sometido a su dominio, adoptó el aymara como lengua oficial, restableció el culto al Sol y a los huamanis o achachilas (divinidades residentes en las cumbres de los cerros), e hizo creer que tenía revelaciones sobrenaturales. Pero la zarpa represiva cayó sobre él con saña iracunda.

La existencia de tantas perturbaciones en el XVIII señala que el descontento estaba institucionalizado; lo que trasparenta el porque de cuando en cuando culminaban en fidedignas rebeliones (Juan Santos, Túpac Amaru). Los investigadores que se han adentrado en el estudio de temas tan apasionantes, han exhumado tres coyunturas rebeldes bien definidas: 1° la de la época del virrey Castelfuerte (1724-1736); 2° la de la legalización de los repartos (1754); y 3° la que coincide con las reformas económicas del Borbón Carlos III, cuyo punto culminante fue la agitación máxima espoleada por Túpac Amaru (1780-1781). De las tres coyunturas, la segunda fue la que no acabó en verdadera rebelión, debido a que los repartos no afectaban uniformemente  a todos los sectores. Es certísimo que los criollos-campesinos también estaban incursos en ellos, como lo demuestran los expedientes referentes a Celendín (1774), pero éstos no controvertían a los repartos en sí, porque en realidad –como ya lo dije- necesitaban esos artículos para vivir, trabajar y reproducirse en sus espacios de residencia. Lo que éstos discutían son los precios exorbitantes, y nada más. En cambio los indígenas,  cholos, mestizos quinteros y otras castas sí se sentían afectados porque les obligaban a recibir cosas inútiles, que no necesitaban, y a elevados costos. Las insurrecciones antirrepartos configuraban asonadas y sediciones campesinas contra la explotación mercantil ejercida por los contrabandistas y comerciantes de Lima por intermedio de los corregidores de las provincias virreinales.

En el mencionado contexto es explicable de que hayan sido los indígenas los principales promotores de motines y protestas, pero sin generar rebeliones. En las otras dos coyunturas, por el contrario, porque las reformas económicas hirieron con gabelas a criollos, mestizos y castas, dando lugar a una especie de “alianza de clases”, aglutinando –aunque momentáneamente-  a los diferentes grupos raciales y sociales para indignarse y contestar, configurando una sola “plataforma de lucha”.

En consecuencia, el principal móvil  de enfado social estaba originado por las medidas fiscales. O mejor dicho, por las presiones coloniales afanadas en obtener cada vez más tributos y / o impuestos. Asimismo contra los grupos de poder que se disputaban el control del trabajo indígena en minas, haciendas, estancias y obrajes. A lo que hay que adicionar la conducta de los malos funcionarios y de muchos sacerdotes inescrupulosos de distintas doctrinas y parroquias.

Revueltas de negros y de selvícolas

En lo que respecta a los negros, aparte de la cadena de acciones que ponían en práctica para protestar (fugas, cimarronaje, bandolerismo, suicidios), igualmente incitaban conspiraciones. En el Perú el primer y único conato negro-indio documentado data de 1603, cuando en la provincia de Vilcabamba un grupo de esclavos e indígenas atacaron a más de 100 españoles. Fue una coalición inaudita en la historia del Perú, en la que los negros amotinados aceptaron como jefe al runa Francisco Chichima, que finalmente  se desplomó muerto. Fue una alianza contraria a la dominación española. Lograron congregar a los esclavos del Cusco y Huamanga, lo que anuncia su enorme irradiación. Es posible  que hayan proyectado la formación de un territorio liberado, cual un enclave independiente dentro de un país ocupado.

Del siglo XVIII se conocen siete revueltas más de negros: la de San Jacinto en 1768 y la de San José en 1779 (Nepeña). El tumulto de Motocachi ocurrió en 1786. Los tres  motivados por la sobreexplotación a que estaba sometida la mano de obra esclava en esa trilogía de  haciendas enunciadas, cuyos propietarios intensificaban la fuerza de trabajo para incrementar la producción y así salvarse de la crisis económica de aquellos años. En el mismo lapso acaecieron otros movimientos  en los alrededores de Lima. En Charcas hubo una subsiguiente asonada  en 1712. Y finalmente también hay que considerar el motín de 77 melanodermos en 1804 acaecido en la fragata Trial, cuando navegaba de Concepción a Valparaíso rumbo al Callao. Se produjo en mar chileno y el material humano pertenecía a un traficante negrero de Mendoza (Argentina).   Estuvo incentivado por la desesperación de los negros, que se sentían sicológicamente atormentados y desadaptados en estas partes del planeta. Ellos hubieran querido reincorporarse al Africa.

En lo que incumbe a la selva, allí fueron otras  gentes contra las  que apuntaron sus quejas, esta vez personas sin armas de fuego, es decir, las que surcaban los ríos interminables y abrían angostísimas trochas para movilizarse por aquí y acullá. Eran los misioneros. Desde luego que los selvícolas no los recibieron con los brazos abiertos; pero la penetración jesuita y franciscana se  internó poco a poco, perpetuamente con la intención de “ganarles el alma”, si bien el sacharuna seguía por lo común bravío e inmisericorde, de manera que barrían con todo al menor descuido de quienes trataban de cambiarles sus estilos de vida y pensamiento. Aguijaron esporádicos estallidos de virulencia a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

.Aquí cabría recalcar que los pueblos nativos, de norte a sur, durante los casi tres siglos virreinales fueron tratados como “ladrillos útiles para construir casas ajenas”. Contra ellos se armó una maquinaria universal de explotación económica y castración cultural. Quedaron muy lastimados; hecho que la república no pudo remediar en el siglo XIX, ni en la primera mitad del XX. Es porque prosiguieron victoriosos los gamonales y porque aparecieron los caucheros.

En suma, la décimo octava centuria fue la de las connotadas conmociones y rebeliones. Los indígenas,  mestizos y castas menores dieron el impulso inicial; en tanto los privilegiados criollos bebían las nuevas ideas de la edad de la Ilustración. Así germinó un nuevo sentido de la vida entre las masas indígenas y populares del Perú y de Hispanoamérica en general.



Juan Santos Apu Inca Atahualpa y su proyecto

Fue en 1742 que la súbita aparición de un hombre extraordinario en múltiples aspectos, iba a engendrar una explosión colectiva, con tal fuerza que  afectó a toda la región central del país, dejándose sentir en la plenitud del virreinato. Ese hombre se llamaba Juan Santos, cuyos actos constituyen el resultado de una serie de ingredientes.

Juan Santos pudo haber nacido en el Cusco, o talvez en Cajamarca, pero lo más seguro es que fue de Quito. De él no se conserva ningún retrato verdadero, pero si descripciones de quienes lo conocieron. Los dos lienzos que ahora se guardan en el museo de Ocopa (Concepción / Junín), son modernos y ficticios en cuanto a su fisonomía, mas no en lo tocante a la vestimenta, armas y  escenarios. El padre Amich, que lo observó de cerca, lo deja ver de estatura más que mediana, o en mejores palabras, de 1 metro con 60 centímetros de talla; de  cutis pálido, amestizado, de cabello corto al modo de los naturales de Quito, capital de la Real Audiencia de su nombre, fornido de miembros, de poca barba y con algún bigote o bozo, arropado con una chusma  pintada.  No cabe incertidumbre, ¡un mestizo auténtico!  Mientras que otro misionero franciscano apunta: “que el inca era cristiano, que todos los días rezaba en un libro de doctrina [……].y que traía un crucifijo pendiente del pecho”. Profesaba, pues, el catolicismo, diariamente  mascullaba las oraciones del catecismo, y lo cierto es que sobre su pecho colgaban varias cruces pendientes y no una solamente.

Poseía una apreciable cultura.  Como  educado por los jesuitas hablaba castellano, latín y –desde luego- el idioma quechua y había recorrido casi enteramente el Perú .Lo que advierte que se trataba de un mestizo noble.  También estuvo en España y en el norte de Africa en compañía de los padres ignacianos, y se asegura que  llegó hasta Angola, lugares donde  fue testigo de la existencia de clero negro, hecho que le impactó por lo que nunca olvido tal experiencia.  

De regreso  al Perú, con objetivos bien precisos viajó del Cusco al Gran Pajonal, concretamente a la región campa, a donde ingresó vestido de rojo en compañía de su apóstol Visabaqui. Y allí  plasmó un pacto entre los campesinos serranos y las comunidades selvícolas.  Como se percibe, el escenario del rebelde Juan Santos iba a ser los valles del Perené, Pangoa y Chanchamayo, sede de las etnias tribales denominadas  Shipibo, Conibo, Piro y Campa (Asháninca). Fue un acuerdo tan sólido que le iba a permitir su permanencia invicta  desde 1742 hasta su deceso en 1756, pese a tantas campañas punitivas enviadas desde Lima por el gobierno virreinal. Justamente uno de los méritos muy grandes de Juan Santos fue el de vincular, con acreditadas perspectivas políticas y militares, a los punarunas con los sacharunas.
  
Juan Santos se proclamó descendiente directo de Atahualpa y tomó el título de Apo Inca: Señor Inca Atahualpan (o Rey Atahualpa), con el entusiasta acatamiento de los campas, shipibos, conibos y piros. De inmediato se añadió el apellido de Jesús Sacramentado. Lo que vale decir: Juan Santos Apu Inca Atahuallpan Jesús Sacramentado., con lo que consumó sus ideas de líder político y religioso, con la meta de aparecer coincidentemente como rey y el Espíritu Santo encarnado, con  lo que comenzaba una nueva era en el Perú: el milenio de la felicidad. Así se ungió monarca de  los antiguos territorios del imperio inca, para cuya reconquista estaba aquí.

Simultáneamente propugnaba la confesión directa de los pecados ante Dios, sin la intervención de sacerdotes, lo que estaría indicando  la influencia ejercida en él por las lecturas de Martín Lutero. Pensaba en la igualdad de las religiones, porque todas –decía- tienden a  relacionar a la humanidad con la Divinidad Suprema. Estaba convencido  en la predestinación. Y sostenía que a la muerte de Jesucristo, Dios creó a Huayna Cápac para que obrase las mismas maravillas de Cristo, para lo cual le puso en el interior de su pecho el corazón del Espíritu Santo. Por fin, el propio Juan Santos se creía el Espíritu Santo: Tercera  Persona Divina.

Consecuentemente, con  este ideario y antecedentes enarboló su fe cristiana al lado de un proyecto en oposición a los españoles, criollos y negros, a quienes quería erradicar del Perú, excepto al clero que debía quedar para educar al nuevo sacerdocio integrado por mestizos e indígenas. También exteriorizo su disgusto por la crianza de cerdos y consumo de su carne, mas no de ningún otro animal de origen europeo. También  aclaró una y otra vez de cómo resguardaba el plan de  rechazar las formas de vida impuestas por España, particularmente las contrarias a los usos, costumbres y maneras de vivir andinos, y finalmente acabar con las injusticias -en especial las mitas o   trabajos forzados en las minas, obrajes y haciendas agrícolas y estancieras-. Y por último declarar la independencia y libertad del Perú, que para conseguirla decía tener la ayuda de los británicos, frente a los cuales -cada que se refería a ellos-firmemente lo hacía llamándoles “mis amigos los ingleses”. Y se piensa que tales afirmaciones no eran gratuitas, ya que sus palabras estarían confirmadas con la contemporánea presencia  de una escuadra inglesa comandada por el Almirante Jorge Anson que, en 1740, hostigó las costas del Callao y saqueó e incendió Paita

.. Así fue como convenció a las comunidades selvícolas para atraerlas a su causa, convirtiéndose en el señor de un inmenso escenario conformado por los valles del Perené, Pangoa y Chachamayo, morada de los shipibos, conibos, piros, campas y amueshas,  etnias que lo acogieron y acataron. Su impetuosa personalidad le atrajo amistades sin trabas de ningún jaez entre esas organizaciones tribales. Lo miraban y consideraban como a un hombre que llegaba para sanar todas las enfermedades del cuerpo y la mente, puesto que les ofrecía justicia, libertad y paz.

Juan Santos fue recibido con los brazos abiertos por las etnias referidas porque éstas se sentían descontentas con una serie de imposiciones de los misioneros franciscanos que les trastocaban sus modos de vida tribal. Lo que equivale a decir que  habían soportado un shock motivado por el enfrentamiento con una estructura económico-social totalmente contradictoria: la impuesta, de tinte feudal-mercantil, importada por los franciscanos de Ocopa, contra el “comunismo primitivo” de las tribus en referencia, que practicaban una agricultura incipiente, viviendo más de la caza de animales y aves, de la recolección de frutos silvestres y de la pesca, y similarmente recogiendo coca y vistosos plumajes de utilidad suntuaria y ritual.

Con el agravante de que las enunciadas etnias guardaban una triste memoria e imagen de los criollos y españoles en general. Es que  después de la caída del Tahuantinsuyo se formaron caravanas inmensas que se lanzaron a la selva, no en busca de plumas y fármacos como los incas, sino con el ansia y obsesión de encontrar oro, plata, tierras fértiles e indígenas para explotarlos y saquearlos. Era la síntesis de la  teoría y la práctica de las relaciones económicas que prevalecían entre españoles y selvícolas. De manera que los sacharunas –u hombres de los bosques- también habían recibido un trato duro y devorador, casi similar al de los runas costeños y serranos. Las más de esas expediciones acabaron en un rotundo fracaso, como la de Gonzalo Pizarro al país de La Canela, la de Pedro de Candia al Amarumayo,  la de Lope de Aguirre al Omagua, etc. Pocas terminaron exitosamente, como la de Juan Pérez de Guevara que finalizó con la fundación de la ciudad de Santiago de los Valles de Mpyobamba en 1549.

En una materialidad de tal naturaleza, la figura de Juan Santos, que se presentaba como inca y  el Espíritu Santo, emergía como un personaje de enorme prestigio, representando para las  etnias la encarnación de la identidad social. Hecho que le permitió  producir un pacto sólido entre líder y masas, facilitando sublevarlas contra los españoles, con tanta decisión y convencimiento que le iba a permitir una permanencia invicta durante 14 años. Es que todos lo reverenciaban y obedecían como a un auténtico Inca, como resultado de que -en el siglo XVIII- la concepción en lo concerniente a lo incaico estaba muy idealizada, imaginándola como si hubieran sido los más insuperables mandatarios del mundo,  los inigualables forjadores del bienestar humano. Tal idea estaba diseminada por los espacios más recónditos del Perú. Por eso lo aceptaron y se plegaron a su movimiento, con el añadido de ligar a los serranos con los selvícolas, política demostrativa de su poderoso imán de atracción con visión política y militar.

Su rebelión revistió particular interés porque conforma y representa el inicio de las convulsiones mestizo-indias que se esforzaban por sacudirse del freno colonial, de las formas de vida diferentes a las suyas  traídas por los españoles. Como tenía que ser, tales fundamentos estaban  animados por los dirigentes pertenecientes a la nobleza inca aparentemente adormecida, que aún meditaban en la posibilidad de restaurar el pasado. Pero también es interesante porque ocurrió en la montaña, en la zona donde menos podían los españoles haberse imaginado.

 Abreviando, los factores sustanciales que tipifican el movimiento explosivo de Juan Santos fueron sólo tres, aunque de diverso valor y significación: 1° Los atropellos cometidos e imposibles de parar a despecho de innumerables leyes protectoras; lo que ocasionaba un resentimiento  insondable hacia los españoles y criollos, incontenibles en su empaño de hacer fortuna con rapidez; y que mientras más lejos vivían de Lima consumaban sus fechorías con más libertad. 2° La supervivencia, en ciertos recintos selváticos, del recuerdo de los incas, sumamente legendarizados y mitificados, imaginándolos haber sido los símbolos de la equidad y del amor. Y 3° el tenaz aferramiento de los selvícolas a sus maneras de vida y pensamiento, como habitantes en un medio pertinente para ello: la montaña, donde los esfuerzos de los misioneros, por más heroicos que hubieran sido, chocaban con dichas dificultades.

En una situación así, la figura de Juan Santos, que se presentaba como inca y el Espíritu Santo, o en otras frases: como un personaje de desmedido prestigio, sublevó y personificó para las etnias la encarnación de la identidad social. En el siglo XVIII la concepción sobre lo inca estaba tan idealizada que todos los imaginaban como si hubiesen sido los mejores conductores de pueblos,  los forjadores  intachables de la prosperidad humana. Tal idea se había diseminado por los ángulos más recónditos del virreinato. Por eso accionaban a su lado con entusiasmo y convicción.

La gran rebelión de Juan Santos tenía, pues, sus peculiaridades. Caudillo y masa aparecían distintos: aquél, un mestizo serrano bien aculturado; en tanto los otros, selvícolas recolectores, cazadores y pescadores. Dos mentalidades incomparables; pero que al encontrarse accidentalmente se complementaron. Su ámbito fue la selva alta, que es lo mismo que decir, la parte menos españolizada y nunca incorporada a la total soberanía del Virreinato

.Cuando hablaba así, los misioneros franciscanos le creían un iluso, un embaucador y  loco de remate. Pero estaban equivocados. Lo que predicaba  tiene su explicación. Cuando voceaba de su relación con el Espíritu Santo ponía en tapete una antigua creencia hispano-.andina introducida a mediados del siglo XVI por los evangelizadores franciscanos, difusores y defensores de las ideas  del fraile medieval Joaquín de Fiore.  Dicha  teoría defendía que la historia estaba dividida en tres etapas: la del Reino del Padre, la Reino del Hijo y la del Reino del Espíritu Santo. Precisamente la estación colonial se encontraba bajo el reinado del Hijo, lo que vale decir de  Jesucristo. Pero este reinado ya estaba por finalizar, con lo que se iba a producir el fin del mundo, cabalmente para dar paso fácil a la fase  del Espíritu Santo. Con lo que anhelaba dar a entender que con su aparición, Juan Santos el Inca, se iniciaría el reinado del Espíritu Santo que duraría mil años con entera paz y ventura, bajo el gobierno de los nuevos incas. Son ideas, pues,  que patentizan que Juan Santos, además de tener condiciones  de líder político, era también un adalid religioso que podía servir de puente entre la tradición andina y algunas heterodoxias cristianas.

.Su levantamiento tuvo dos facetas: 1° Una primera de enfrentamiento bélico con los españoles (1742-1752), y 2° retiro de las fuerzas indígenas sin someterse a los hispanos (1752).  En ambas circunstancias Juan Santos demostró ser un gran rebelde, un conspirador con peculiaridades muy propias.

Sin embargo, de todo lo que acabó de expresar no ha quedado ningún manifiesto escrito o dictado por el mismo ideólogo de la sublevación. Solamente los profería, y es mediante las relaciones dejadas por otros que le oyeron que nosotros podemos conocerlas. No debe llamarnos la atención porque en la historia universal abundan esta categoría de ejemplos. Así sucedió con Sócrates, Aristóteles, Buda y el propio Jesucristo, quienes jamás dejaron apuntes ni libros, pero conocemos sus ideas gracias a lo que redactaron sus discípulos

Lo verídico es que la rebelión de Juan Santos logró, en 1742, expulsar a los españoles y criollos de la selva, teatro de su estremecimiento. Las misiones franciscanas quedaron perdidas después de 33 años de fatigas. El triunfo indígena, en virtud al aislamiento de la zona, fue tan formidable que pudieron mantenerse liberados de toda ingerencia foránea hasta 1847: ¡más de un siglo!.

Juan Santos fracasó en su intento de independizar al Perú porque sus partidarios no podían movilizarse en la cordillera. El soroche diezmaba a los montañeses campas, shipibos, conibos y piros, habitantes de tierras calientes, húmedas y bajas. No podían rendir en las laderas y cumbres serranas tan altas, secas y frías. Así lo comprobaron cuando arribaron una vez hasta San Antonio de Andamarca (Comas / Jauja), de donde tuvieron que retroceder por las razones aludidas. Por ello su campo de operaciones fue la selva alta, en una zona sobre la cual ningún español se pudo imaginar que pudiera  eclosionar un movimiento  liberador del Perú. Por su lado, tampoco los serranos podían secundarlo por estar -por todas partes- vigilados y sometidos por la represión constante e inmediata de las guarniciones militares españolas acantonadas en Cerro de Pasco, Tarma, Jauja y otras localidades colindantes.

 Precisamente en una reducción franciscana de la Selva Alta, en el pueblo de La Concepción de Metrazo (actual provincia de Chachamayo), debió fallecer Juan Santos en 1756,  en condiciones bastante extravagantes. Sucede que su fama había traspasado a grados exorbitantes. Lo habían transformado en un ser invulnerable inclusive a las balas de las armas de fuego y, por consiguiente, ya lo suponían inmortal. Es natural que  las etnias  lo hayan conceptuado así, dada su cualidad de hombre invencible, siempre triunfante ante los ataques de las fuerzas hispanas y criollas, debido al apartamiento y espesura de los bosques, imposibles de ser atravesados fácilmente por los contingentes coercitivos coloniales. Entonces un curaca  envidioso y egoísta quiso demostrar la falsedad de tal rumor, y con la  firme intención y decisión  de desvanecer tal imaginario le disparó uno o más flechazos que  lo dejaron sin vida. A partir de cuya fecha  sus hazañas pasaron al recuerdo colectivo convirtiéndolo en un mito. Los selvícolas más bien prosiguieron  idealizándolo, creyéndole siempre inmune a los disparos, un magno y bondadoso guerrero  imposible de desaparecer. Por eso su cadáver fue momificado y acondicionado mirando hacia el nacimiento del Sol; labrando  e irguiendo en memoria suya  un monumento de madera. A partir de entonces,  al uno como al otro principiaron a rendirle veneración constante esperando su resurrección en algún día del porvenir.  

Entre tanto los campas o ashánincas, piros, cunibos y amueshas  siguieron libres, una independencia mantenida por largísimo tiempo, hasta 1847, o sea 105 años, más de una centuria a salvo de toda ingerencia foránea.  Con todo, durante ese lapso de incomunicación en ningún instante abandonaron una serie de elementos culturales introducidos por los misioneros españoles y criollos, sobre todo tecnologías productivas y algunas ideologías; entre las cuales, a su vez, destacaban las técnicas de fundición y forja del hierro. Fueron los curacas nativos, entre los que sobresalieron los de la etnia Anuesha, los que tomaron a su cargo dicha implementación. De manera que continuaron funcionando las antiguas herrerías  con sus respectivos hornos y fraguas,  instalados y mantenidos en asociación con sus templos administrados por los curacas, quienes, con tal hecho, fortificaron su poderío. Allí fundían y elaboraban herramientas de hierro para sus labores agrícolas y también armas para la caza y combates. El metal referido lo obtenían de filones ubicados en sus propios territorios, en un paraje situado en la confluencia del Chanchamayo con el Paucartambo, para formar el Perené. Extraían asimismo acero de una mina localizada cerca a San Luis de Shuaro (Chanchamayo), en el lugar preciso   que le propinaron el nombre  de Asreso, palabra derivada de acero. Así lo constató Antonio Raimondi al visitar dicha zona  al promediar el siglo XIX:

Justamente en el año de 1847 arribaron a San Ramón y Chanchamayo varios pelotones armados del ejército peruano enviados por el gobierno para la reconquistar la “tierra liberada” por Juan Santos, y en general para peruanizar la Amazonía. Fue entonces cuando el prefecto de Junín, don Mariano de Rivero y Ustariz, en un recorrido por Metraro, dio con el cadáver momificado del célebre líder rebelde. Dispuso trasladarlo a la ciudad de Tarma para ofrecerle cristiana sepultura en el cementerio viejo de la citada ciudad, en un sitio que ahora es imposible de reubicar debido al ensanchamiento urbano que ha acabado por extinguir al referido camposanto, donde se ha levantado una moderna urbanización.

Pero lo que perdura es el recuerdo de Juan Santos. No se ha evaporado de la memoria de los amueshas y campas (o ashánincas). Esperan su resurrección portentosa y su retorno en un futuro cercano para reimplantar el orden y la justicia en el país. Es un inobjetable pensamiento mesiánico inherente a toda sociedad poco o nada desarrollada políticamente, en que imperan las desigualdades raciales, sociales, económicas y otras de trasfondo estructural.




Túpac Amaru y la realidad de su tiempo

Túpac Amaru (o Topa Maro, como él acostumbraba firmar) estuvo relegado de la historia oficial del Perú casi dos siglos, hasta 1969, por ser un personaje muy incómodo y peligroso para la clase  oligárquica que ejerce el poder y el dominio en el país. Ya que hablar de él obligaba a explicar la realidad económica, social y política del Estado colonial, sin la cual es imposible comprenderlo. Constreñía también a hacer comparaciones con el presente, ¡un presente que exhibe el mismo malestar de la décima octava centuria!

La historia oficial impuesta por los sectores aristocratizantes e hispanistas del Perú más se solazaban atiborrando los textos escolares con los sucesos de la invasión y conquista española y con otros de la independencia criolla de 1810 a 1824, dando inusitada trascendencia a episodios como es el  paso de las tropas libertadoras por las cimas de los Andes, o .al sueño de San  Martín que habría dado origen a la bandera peruana.

La vindicación definitiva de Túpac Amaro y conmemoraciones consiguientes comenzaron en la década de 1970, después de la reforma agraria decretada en 1969 por la revolución militar  capitaneada por Juan Velasco Alvarado y con motivo del sesquicentenario de la independencia política del Perú. La Junta Militar de Gobierno de aquel año lo exaltó, eligiendo su imagen como emblema del nacionalismo y socialismo del Perú soberano.  Colgaron su enorme  retrato en la sala de sesiones del palacio de gobierno, en sustitución del lienzo que  representaba a Francisco Pizarro, cuya figura presidía al Ejecutivo hasta dicho año. A partir de entonces comenzaron a proliferar los estudios e interpretaciones sobre la proeza estructural y coyuntural de su rebelión.

Túpac Amaru exige un análisis económico, social y político de su  tiempo. Para entenderlo también hay que hacer una caracterización de su revolución. Es decir: qué significó desde esos puntos de vista para los rebeldes que lo secundaron. Tal crítica conlleva igualmente a realizar el recuento  del sistema  de la composición de las castas y clases, la contextura de las masas, la ideología que los animaba, etc.

Socialmente el Virreinato o Estado colonial estaba dividido en dos  repúblicas y muchas castas: 1° La  de españoles integrada por chapetones y criollos colmados de privilegios. 2° La República de Indios, sujetos a servidumbre o yanaconaje, trabajos forzados o mitas, a tributación y a repartos o compra  obligatoria de mercancías distribuidas por los corregidores. 3° Las castas, que sumaban más de 20, permanecían al margen de todo. Lo que  vale decir que la muchedumbre estaba catalogada según su raza, valorada de conformidad al matiz de su epidermis. Por lo tanto, funcionaba la discriminación, aunque sin segregación.  Económicamente había explotación del hombre contra el hombre. Y salvo ciertos curacas y algunos miembros de la elite inca con  salvoconductos oficiales y especiales, los demás runas estaban prohibidos de viajar a España.

Tal realidad en el siglo XVIII generaba desaforadas y frecuentes protestas como  corolario de la crisis generada por el sistema que acabamos de describir. Dando como fruto una lucha de clases y de castas es estado permanente. Lo que motivaba reclamos de todo  género, desde  peticiones  verbales, o mediante escritos modelo memoriales dirigidos tanto a corregidores y a virreyes como al rey mismo.  En unos y otros imploraban reformas, esforzándose por mostrarse cual leales súbditos de España. Aclamaban al monarca, mientras que a los males  que sufrían los achacaban al mal gobierno. La frase que se convirtió en cliché era “Viva el rey, muera el mal gobierno”. Es  decir, los administradores y burócratas ineficaces y protervos que residían en el Virreinato. Y aunque el soberano y su virrey podían y de hecho emitían leyes para poner coto o enmiendas a los desaciertos y excesos, los chapetones y criollos no hacían caso de nada. El mismo José Gabriel Túpac Amaro fue víctima de una serie de vejámenes en carne propia. En primer lugar, bastante le costó ser reconocido como descendiente del último inca de Vilcabamba  por la rama femenina. Y en el Cusco fue tratado con vilipendio al no ser admitido a la cofradía de los Hermanos Veinticuatro, conformada por los sucesores de las  panacas reales incaicas, prefiriendo en cambio a mestizos e incluso a criollos audaces.

Ahora sabemos que no estudió en el colegio de caciques de San Bernardo del Cusco. Que tampoco fue rico, solo acomodado. Como arriero o dueño de una piara de 300 mulas para el transporte de mercaderías y pasajeros en el circuito Cusco-Potosí estaba en condiciones de conocer la verdadera situación económica y social del Sur.

A Túpac Amaru se le comprende cuando se hace un examen de la sociedad del siglo XVIII. Aquella época era corporativa, pero no para realizar la justicia, sino para mantener la ilicitud y el favoritismo, para sostener a flote las exenciones permitidas a la clase alta. La conformación social estaba estructurada por el régimen de corporaciones: unas se llamaban Universidades, como la Universidad de Comerciantes que formaba el Tribunal del Consulado; la Universidad de estudios superiores, que configuraban los Colegios de Abogados, de Protomédicos, Físicos y Cosmógrafos. Funcionaban corporaciones artesanales, formadas por los gremios y cofradías que ejercían el monopolio cerrado de trabajadores, con el agravante de no existir libertad de trabajo. Existía también una corporación exclusiva, casi sagrada, integrada por curas, frailes y monjas que vivían en seminarios, catedrales, conventos y monasterios superpoblados; a los cuales se adherían -conservando una posición inferior- un cúmulo de beatas, recogidas, donados y hermanas sin emancipación ni personería jurídica, pero que pertenecían a esa corporación. La iglesia no estaba impedida de poseer esclavos negros y grandes propiedades urbanas y rurales con sus correspondientes esclavos y siervos o yanaconas. Todos ellos respaldados por el temible Tribunal de la Santa Inquisición.

Con tales estipulaciones no existía enteramente la personalidad humana, no había completa libertad individual. No consentían el amor y el matrimonio sin previo permiso y consejo de los confesores, de los padres de familia, de la clase a la que se pertenecía. Condenaban al que disentía de cualquier dogma del catolicismo. No admitían discusiones sobre el rey y el gobierno, ni la contradicción a las autoridades. Y a la religión, eso ya ni pensar. El control del confesionario era absoluto y total, al que  lo violaban y burlaban, usándolo infinidad de veces como instrumento policial de prueba en procesos penales contra insurgentes, aniquilando los atributos inherente al ser humano.

En ese ambiente nació  y vivía  José Gabriel Túpac Amaru. Y tal objetividad lo impulsó a llevar a cabo una revolución con el objetivo de poner fin a tal estado de  ignominias y caos. Ahora sabemos que su revuelta la venía gestando desde 1770, concretamente el año en que logró ser reconocido por la Audiencia de Lima como descendiente de los incas. Le era imprescindible tener dicho rango, además de cacique –que ya lo era de tres pueblos- para ser reconocido, acatado y obedecido.

Los proyectos del rebelde

Primero planteó reformas pacíficas para remediar la suerte de los indígenas, directamente la supresión de las mitas; pero nadie le escuchó. Frente al silencio y desdén interesado y cómplice de las autoridades coloniales se dio cuenta que la solución era la formación de un Estado independiente.

Ante el fracaso, pues, del recurso y del diálogo, se decidió por la protesta violenta, por la insurrección armada. Unos poquísimos sacerdotes y uno que otros de los miembros de la alta burocracia simpatizaron con su movimiento y le ayudaron en cualquier forma a cristalizar su política progresista. Diez años viajó por las provincias del sur y del centro conversando con varios caciques para ganarlos a su causa, al mismo tiempo que desarrollaba su labor mercantil. Enfermo de tercianas volvió al Cusco en 1778, para en silencio preparar la explosión bélica.

 La conmoción social planificada por él,  llevaba el grito de la beligerancia contra: 1° la dominación imperante sobre las diversas clases inferiores y castas que proliferaban en el Virreinato. 2° Los hondos prejuicios de raza que incubaban los criollos hacia mestizos, indios, negros y castas. 3° La propias diferencias que mantenían aún ciertas etnias andinas entre sí. Y 4° incluso encarando a las rivalidades regionales, como esa de costeños versus serranos, en la que los primeros minusvaloraban a los segundos.

Su proyecto, por lo tanto, consistía en forjar un frente multiclasista para rebelarse y enfrentar al imperio español. Como estaba junto a los explotados y en oposición a los explotadores, atacó la opresión evidenciándolo con frases como las siguientes: “Nos oprimen en los obrajes, cañaverales, cocales, minas y cárceles de nuestros pueblos, sin darnos libertad. Nos recogen como a brutos y ensartados nos entregan a las haciendas para las labores”. Y en plena rebelión clamó una vez: “Hacen de nuestra sangre sustento de su vanidad”. Se mantuvo, pues, en todo momento contrario a las clases preferidas y favorecidas: hacendados, latifundistas, burgueses criollos y españoles. Congeniaba con los criollos pobres, con los esclavos negros y con los mestizos y castas en general, a los cuales quería aglutinarlos en torno a su doctrina, conformando una vasta gama de clases y estamentos de intereses sociales.

La expresión más alta del movimiento nacionalista inca de José Gabriel Túpac Amaru está diafanizada por completo. En el cien por ciento de sus discursos y cartas se percibe su transparente proyecto político de corte anticolonial: expulsar a los españoles, desmantelar la burocracia occidental, cortar los lazos con la metrópoli madrileña. Y por fin, armar una sociedad en la que conviviesen los diversos grupos étnicos -o raciales- que se habían reproducido al interior de la sociedad de entonces: indios, negros, criollos, mestizos y la enorme gama de castas. Como es comprensible, dada la extracción étnica y social de Túpac Amaru, el nuevo sistema debía estar comandado por la nobleza incaica, que poseía títulos más que suficientes, por cuanto entendían estar convencidos de su alcurnia, arrancando su prosapia y cepa  desde Manco Cápac.

Como se ve, su racionamiento y programa estribaba en el restablecimiento del gobierno incaico, pero no como una diarquía –anan / urin- como  funcionó en el Tahuantinsuyo, sino cual una monarquía al estilo español, manteniendo una serie de elementos occidentales que a él le parecían los más positivos: religión cristiana, comercio, moneda, haciendas y estancias, tributos, impuestos, yanaconas. Su mensaje hizo olvidar las contradicciones entre quechuas y aymaras, vinculándolos a una sola sociedad para alcanzar, unidos, logros más sublimes.

De ahí que elaboró un proyecto, en el cual se propone ser rey de todos los que habitan en el territorio del Virreinato: indígenas, criollos, mestizos, castas y negros. Lo que equivale a decir que anhelaba dar la unidad de todas las clases y razas. Busca edificar una nueva sociedad incluyendo a los españoles americanos. Hecho que –indudablemente- lo dibuja como a un hombre idealista del siglo XVIII, ya que estaba planteando cosas increíbles, inaceptables en su época, como el de que los criollos-blancos admitiesen ser iguales a los indios, zambos, mulatos y negros. El planificaba no más discriminación contra mestizos, cholos e indios; acceso de los indígenas y mestizos comunes y nobles a los centros de estudios: o mejor dicho educación para todos, acogida para los mismos a cualquier cargo de responsabilidad: civil, militar, eclesiástica; libertad para navegar a España; abolición de los trabajos forzados (mitas) en minas, haciendas, estancias y obrajes, la extinción de las aduanas y los estancos., la manumisión de los esclavos, la supresión de los impuestos a los criollos, la fundación de una Real Audiencia o Tribunal de Justicia en el Cusco, la extinción de la administración a cargo de españoles en las provincias, nombramiento de jueces y gobernadores criollos, mestizos e indios. Todos remunerados por el Estado. Garantizó la inmunidad de las autoridades rebeldes. Planteó la libertad de comercio, la desaparición de los impuestos, pero no de la tributación indígena ni de los quintos pertenecientes al rey, ni de los diezmos y primicias a la iglesia.

Como se ve, el diseño de la rebelión tupamarista tuvo varios aspectos. En lo primero buscaba el cumplimiento de las leyes precisamente por las autoridades que la representaban. Había, se  nota con nitidez, una aspiración de justicia social. El no atacaba a la monarquía como régimen político, ni tampoco a la religión católica. Lo que ambicionaba es el cumplimiento de las resoluciones del monarca. El motivo económico aparece como el predominante, por cuanto su trasgresión motivaba consecuencias ruinosas para la vida del común de los habitantes.

Sin embargo en Túpac Amaru hay quienes palpan una doble ideología. Unas veces se dice que pensaba al lado del campesino y en otras sin salirse de los esquemas criollos. Como campesino se enfrentaba al método de mitas, repartos, abusos y expoliación en agravio de los nativos andinos. Y la situación de criollo  enfrentándose a las excesivas alcabalas, declarándose a favor del libre comercio, de las haciendas, tributos, diezmos, primicias y yanaconaje.

Claro, es indudable –fatalmente- que eludió  la condición de los siervos o yanaconas de las haciendas y estancias. Esquivó también la confiscación de las grandes extensiones territoriales para distribuir las tierras entre los trabajadores agropecuarios. Realmente no le interesó la reforma agraria.  No embistió para nada al conjunto de haciendas y a la servidumbre del yanacona.

Pero también es digno de destacar que no impugnó a la tecnología europea, tampoco a la escritura, ni al quipu, ni al dinero. Se percibe nítidamente que prefería el cañón a la honda, deseaba conservar la organización municipal o reglamento de varayos, al mismo tiempo que  propugnaba reorganizar la administración judicial estableciendo las alcaldías mayores y revitalizando a las comunidades indígenas.

No hay que ser demasiado exigentes con José Gabriel Túpac Amaro. Es un revolucionario de su tiempo. Proponía  cosas y  cambios de conformidad  a su cultura, preparación y emoción social. No tenía conocimiento de la historia universal, salvo de la peruana y algo muy restringida de la hispanoamericana y española. Si lo entendemos dentro de estos parámetros su comportamiento estaba a la altura de su época en el Perú.

Túpac Amaru pensó que para conducir a efecto lo que incubaba en su mente había solo una vía posible: la fuerza de la rebelión. Estaba persuadido de que el Estado colonial jamás oiría ni aceptaría tal tipo de transformaciones. Por eso reflexionó que la mejor forma de plasmar su proyecto era alcanzando la independencia completa frente a España.  Eso lo llevó a meditar sobre el establecimiento de una monarquía en el Perú, pero de una monarquía al estilo español de entonces, pues  no conocía otros modelos europeos al respecto. Y desde luego, con un gobierno indígena y mestizo. Tal es como aparece su mensaje en  las cartas y proclamas emitidas por él.

La rebelión y su trasfondo

Las razones iniciales y precursoras de la sublevación tupamarista fueron dos: la exoneración del trabajo inhumano que los runas ejercían en las minas y en las haciendas de los españoles y criollos (mitas). Y 2° su reconocimiento como descendiente de los incas. Hubo, pues, un período en el que enrumbó sus peticiones de conformidad al orden establecido: pacíficamente. Como tenía un gran conocimiento de la legislación indiana y cultivaba relaciones con individuos de clases y castas diversas, anidó en su espíritu la esperanza de alcanzar justicia. Pero su desilusión fue triple: primero en el corregimiento de Tinta, luego en el Cabildo del Cusco, y finalmente en la Real Audiencia de Lima. Quiso entonces viajar a España, pero eso no lo pudo llevar a cabo.

La coyuntura de 1780 favoreció su explosión libertaria. En aquel año las cargas fiscales fueron acrecentadas contra los indígenas, extendiéndose a las castas por disposición del visitador José Antonio de Areche. Los tributos, por lo demás, fueron obligados a darlos en moneda y ya no en especies, en contradicción a lo acostumbrado por las comunidades indígenas. En ese tiempo el contrabando también accionaba con mucha intensidad, lo que profundizaba el comercio forzado de los repartos. Asimismo el alza de los impuestos a las transacciones mercantilistas llevadas a efecto por criollos, españoles y caciques tuvieron sus repercusiones negativas., ya que al final constituían lastres agraviantes contra los compradores pobres. A lo cual se aunaban algunas catástrofes  naturales como sequías. Es evidente, el ambiente coyuntural era propicio para una eclosión alimentada por un trasfondo estructural de malestar.

Sin embargo hay que dilucidar y remarcar que los citados nuevos impuestos no atacaban ni perjudicaban a los dueños de los negocios y empresas, porque éstos en ningún tiempo han desembolsado las cuotas con dinero de sus bolsillos y arcas, sino simplemente elevando las tarifas a pagar por los usuarios y consumidores. Eso ocurrió con el propio Túpac Amaru, quien como dueño de una  piara de mulas arrieras, cargó las novedosas gabelas a sus clientes, figura que –personalmente-  le disgustaba.

 Él mismo definió el momento que vivía y sentía, al responder en algún momento a su enemigo el visitador José Antonio de Areche: “Aquí no hay sino dos culpables: tú por oprimir a mi pueblo, y yo por querer libertarlo”. O sea: el poder colonial español-criollo versus las clases populares y campesinas explotadas

La insurgencia tupamarista, en consecuencia, fue la respuesta al injusto orden de dominación colonial; pero también el más vigoroso intento anunciador de independencia. Estaba animado por una visión indígena del futuro, un sentimiento andino-peruano y no europeo, a diferencia de los contemporáneos proyectos de los criollos. Hay que considerar que los runas en su mayoría hablaban únicamente quechua, o aymara, lo que les permitía tener una concepción no alterada desde el siglo XVI: realidad que otorgaba claridad al discurso tupamarista. Aquella visión proponía el retorno a los más eximios valores del Tahuantinsuyo, idea que se entendía como restauración del poder legal, que para los andinos  solo podía ser ejercido por los incas. Por eso en la rebelión de Túpac Amaru no hay pruebas de un carácter “criollo”. Lo que se ve es una vertiente aristocrática, expresada en los objetivos de los nobles indígenas; y otra campesina difundida entre la masa de participantes. La aspiración de los primeros atacaba las relaciones con el gobierno español en el Perú y los peninsulares de Europa. La otra vertiente, mucho más radical, iba contra las bases económicas de los criollos, y a veces hasta se enfrentaba a las propiedades de la aristocracia nativa. Eso es lo que buscaban sus propios integrantes.

La mentalidad de Túpac Amaru estaba muy influida por la utopía andina inventada y propalada por el inca Garcilaso de la Vega, que siempre habló sobre dos portes cardinales: 1° El excelente ordenamiento del Imperio del Tahuantinsuyo, con un equilibrio social magistral, inigualable en el mundo. Y 2° el arbitrario y leonino despojo que sufrieron los soberanos incas por obra de los españoles, quienes, como en el caso de Túpac Amaru Inca Yupanqui (o Túpac Amaru I / siglo XVI) en lugar de ser restituido en su trono, fue decapitado por orden del virrey Toledo.

Por eso el cacique de Tungasuca, Surimana y Pampamarca enarboló su apellido de Túpamaru (Túpac Amaru), con el que ha pasado a la posterioridad. No cabe incertidumbre, los Comentarios reales excitaron la conciencia social y nacional, por cuanto Garcilaso enaltecía tanto a su patria chica el Cusco, como a su patria grande el Tahuantinsuyo: un imperio fuertemente unitario, cuya historia la narró para que sirviera de algo bueno en los siglos venideros. José Gabriel, por lo tanto, andaba persuadido de ser el auténtico sucesor de los incas y que el Tahuantinsuyo correspondía al Perú recreado por los españoles, incluyendo Nueva Granada, Charcas, Buenos Aires y Chile. Pero en ningún momento abandonaba su fe católica, ni los aportes culturales españoles compatibles con la vida andina. Lo que apetecía es un país sin castas, sin esclavos. Quería la unión general.

Como vemos, lo interesante de la revolución tupamarista es que retenía un plan programático específico: el de dar a luz valores e instituciones nuevas. Son cabalmente esas las diferencias que exhibe con otras numerosas revueltas campesinas de carácter más estrictamente antifiscal solamente. En la de Túpac Amaru hay palpitación campesina y popular; es que buscaba la legítima y genuina creación de algo original y desconocido. No era un vulgar y simple alborotador.

Una vez que la rebelión se puso en marcha, sus ideales y proyectos separatistas quedaron demostrados con los siguientes hechos: 1° Estableció una administración provisional con gobierno central. 2° Actuó como rey, Circunscritamente se autotilulaba Rey del Perú. 3° En un bando independientista se dio el calificativo de  José I, rey del Perú, Quito, Charcas, Nueva Granada, Venezuela, Chile, Paraguay y Buenos Aires.  4°.  Los indígenas le llamaban “Inca y soberano nuestro”, y por igual “Su Majestad que Dios guarde”. 5° De inmediato nombró autoridades y  jueces, para lo que se aprovechó de los miembros de su familia extensa, pero todos   indígenas y mestizos. 6° Anuló el procedimiento de mitas. 7° Dispuso el embargo de bienes a sus opositores. 8° Impuso la pena de muerte. 9° Manumitió y liberó a los negros esclavos. 10° Fijó nuevos impuestos. 11° Cobraba tributos para sí. 12° Se dice, aunque sin haberse  confirmado documentalmente, que nombró como a virrey suyo para Charcas  a Túpac Catari, el cual sí afirmaba serlo, hecho que a Túpac Amaru le incomodaba. Y 13 Se runrunea incluso que nombró un mitrado, cosa que tampoco ha sido demostrado. Lo que si se conoce es que el indígena sacristán apellidado Vilca, calvo de cabeza, se hacía llamar obispo por su cuenta y riesgo.

Todos los actos anteriormente enumerados certifican palmariamente  que perseguía la independencia del Perú. Y para ello estaba en comunicaciones con Inglaterra, cosa confirmada con las Memorias  del conde de Floridablanca, embajador español, quien se gloriaba de que él, gracias a su habilidad diplomática, impidió que zarpasen los barcos de Liverpool trayendo refuerzos militares para auxiliar a Túpac Amaru. Aparte de lo cual, existe una prueba más del apoyo británico a Túpac Amaru. Es la presencia de un gringo en la toma de Arequipa por las fuerzas rebeldes en 1780. En esa ocasión se vio en la retaguardia a un hombre alto, flaco, rubio, de ojos azules y cutis blanco. ¡No cabe duda, un inglés! Por la descripción de su físico no es de otro país.

Como se capta, Túpac Amaro no buscaba el retorno al pasado incaico. Él ansiaba organizar una sociedad en provecho de los indígenas y mestizos, pero guiado por  la tradición cristiana y, desde luego, por la incaica. Por eso pretendía el desarrollo de la lengua quechua y de la cultura andina en general, sin abandonar lo esencial del cristianismo.

La violencia de la rebelión

La etapa agresiva la inició Túpac Amaru cuando regresó de Lima al Cusco (1777), enseguida de un breve compás de espera. La guerra empezó el 4 de noviembre de 1780 con un pronunciamiento de inesperadas consecuencias. Desde entonces trabajó en fases de ofensiva y defensiva. La rebelión estalló cuando en el Cusco acababa de ser controlada una revuelta estimulada por comerciantes y hacendados criollos, comandada por Farfán de Los Godos, y en la que se encontraba comprometido el cacique Tambohuacso. Se habían encarado contra las alcabalas, en enero de 1780.

Al iniciarse la rebelión, Túpac Amaru principió a recibir la adhesión de indios, mestizos, mulatos y negros. Y emergió no como un movimiento regional, sino a escala virreinal. En su proyecto, exactamente, consideraba que la nueva capital sería el Cusco y que la sierra debía imponerse sobre el litoral, aunque la revolución sólo culminaría con la toma de Lima. El hecho explica porqué Túpac Amaru ansiaba contar con el concurso de los esclavos, sobre cuya energía reposaba la agricultura de exportación costeña. Por entonces exclusivamente en Lima vivían más de 10 000 esclavos, cifra que representaba el 16% de la población urbana limeña. En el perímetro de la Real Audiencia limeña los negros sumaban 40 000.

.En plena insurrección Túpac Amaru liberó a los esclavos. Dicho bando lo dictó en Tungasuca el 16 de noviembre de 1780. Antonio Oblitas, negro ya manumitido, fue elevado a la categoría de colaborador y capitán. Pero  esta emancipación apenas alcanzó a los esclavos propiedad de los españoles, únicamente a los que apoyaban la guerra. Los que tenían por amos a los criollos no fueron beneficiados con el bando de manumisión.  Las proclamas del caudillo de Tungasuca motivaron la adhesión de buen número de esclavos en los Andes del sur. Los negros del resto del reino permanecieron indiferentes porque ignoraban el movimiento y, por lo tanto, sus peculiaridades y alcances. (El mundo tuvo que esperar 13 años para que la Convención Francesa aboliera la esclavitud en 1793).

.Según mi óptica, casi todo lo que hizo fue extraordinario. Aunque lo más sobresaliente fue la liberación de los esclavos. Con el edicto de manumisión que expidió en 1780 se adelantó casi en un siglo a lo que costaría muchos raudales de sangre. Con eso puso el dedo en una lacra mundial que envilecía al planeta. Hay que considerar que lo realizó cuado aún no se había producido la revolución francesa. Y tampoco hay que olvidar que todos los patriotas criollos, que años después se independizaron políticamente de España, tenían esclavos.

El movimiento libertario de Túpac Amaru representa, en consecuencia: 1° Una actitud antifiscal. 2° Una rebelión  contra la opresión. 3° Un propósito integrador, social y nacional. 4° Anticolonialista. 5° Carece de ideologías extremistas, pues no se propuso liquidar las haciendas, ni los tributos, ni diezmos, ni primicias, ni yanaconas, ni clases sociales. 6° Lo que persigue es la extinción del abuso, de la explotación, del despotismo  (desaparición de los malos funcionarios: corregidores,  obrajeros, mitas mineras,  repartos).

Desde un comienzo los campesinos orientaron su rebelión asestando duros golpes a la estructura agraria virreinal. Túpac Amaro no pudo contener la ocupación de haciendas por los  sublevados, ni la destrucción de los obrajes. Ya vimos que emancipó a los esclavos negros que cultivaban esas tierras. El mismo expresaba: “los hacendados, viéndonos peores que esclavos nos hacen trabajar desde las dos de la mañana hasta el anochecer en que aparecen las estrellas, sin más sueldo que dos reales por día. Fuera de esto nos pensionaban los domingos con faenas”. De ahí que una de las formas de la lucha social fue la destrucción –no por decisión del líder, sino de las masas- de los medios de producción y la apropiación de los terrenos de cultivo. Estaba en marcha una verdadera revolución agraria cuando Túpac Amaru  llevaba adelante su enfrentamiento por la vía insurreccional. En Oruro, por ejemplo, se formó un frente indio y de criollos pobres, en el que reinó un diálogo continuo de sentimiento antiespañol; aunque ese frente se escindió pronto.

Por eso el pequeño sector criollo rico que lo alentaba al comienzo, al igual que gruesas porciones de la burguesía cusqueña y limeña, se atemorizaron ante la conmoción que avanzaba. Es cierto que muchos criollos pudientes deseaban liberarse de España, pero no tenían interés alguno en liberar al indio ni al negro; menos aún  querían  una reforma agraria, ni abolir el sistema execrable de castas. Entre los runas, en cambio, no había problema político; lo cual si ocurría dentro de los criollos acaudalados. Para el torrente indígena su problema era de reivindicación económica; nada tenían contra el rey Carlos III;  sólo detestaban a los criollos y españoles residentes aquí.

Consecuentemente, el grupo dominante adoptó medidas de precaución. Para la represión utilizó tan sólo a negros manumitidos, excluyendo de la leva a los esclavos. Los negros libres fueron usados en la vanguardia de choque del ejército realista. Es que afros e indios se veían mal. Desde los tiempos de la conquista los españoles habían fomentado ese encono para dominarlos mejor

Considerados así los acontecimientos, la rebelión de Túpac Amaru fue el resultado del ordenamiento colonial. Fue la culminación de un gran ciclo de rebeliones que perseguían el anticolonialismo. Así es como hay que descubrirlo y explicarlo. Hay quienes hallan en sus episodios ciertos atisbos de mesianismo, porque alguno de sus adeptos corrió la voz de que quien moría por su causa resucitaría en el cielo. Pero se trata apenas de un  caso aislado sin  mayor trascendencia.

De ahí que, su programa revolucionario, su rebelión misma constituía una terrible amenaza para el cenáculo  o cenáculos de poder colonial. Hay que tenar en cuenta que como Inca que era gozaba de un desbordante carisma entre los indígenas y las castas. Por lo demás, él decía audazmente que accionaba por órdenes del rey de España para terminar con la desorganización, entuertos e irregularidades en el Perú. Así  cautivaba a la gente.

Frente a tales discursos y actividades es lógico que no recibiera el soporte de la aristocracia criolla, ni del alto clero. Por el contrario, la iglesia católica lo excomulgó, expulsándolo de su feligresía en una patética ceremonia muy típica de la época. En el interior de la catedral del Cusco, tapizada de paños negros, un catafalco negro destacaba  bajo la cúpula del crucero, sin velas que lo alumbrasen. Lo declararon “mandito” entre los habitantes del Virreinato. Le dijeron “te maldiga tu madre, tus hermanos, tus hijos, tu mujer”. El excomulgado  quedaba mutado en un paria. Cuando muerto no lo enterraban en los cementerios abiertos en las criptas de los templos u otros bendecidos, sino que al cuerpo inerte lo abandonaban en el campo para  pasto de perros y gallinazos.

Pero Túpac Amaru también tenía como opugnadora a la mayor parte de la nobleza indígena. Era la masa autóctona y no los jefes nativos los que estaban a su lado. Españoles, criollos y caciques andinos integraban la aristocracia colonial y parte del aparato represivo virreinal. Muchos caciques que vivían en la opulencia, pertenecían al circuito de propietarios de tierras, obrajes, minas y empresas. Por eso salvaguardaban a los españoles y criollos con una obsesión promonárquica-hispánica y de interés personal. Defender al rey y al virrey significaba para ellos amparar sus tenencias y prerrogativas. El cacique más irritado contra Túpac Amaru fue el de Chinchero, don Mateo García Pumacagua. Llegó a ser brigadier del ejército español, y extremadamente cruel como vencedor y cancerbero, al punto de que, ya caído Túpac Amaru, las autoridades realistas tuvieron que alejarlo del Cusco. Debido a la traición de esos señores étnicos, sus indígenas también se comportaron con saña contra los derrotados. En el fondo la clase social caciquil se conducía como dominadora de campesinos indígenas, y sincrónicamente permanecía  subyugada por los españoles y criollos. Por eso padecían de una conducta vacilante cuando surgían revueltas revolucionarias. Substantividad que ilumina el porqué la mayoría de ellos seguían adictos al rey; plegándose al rebelde apenas unos pocos. Los criollos acaudalados también se retiraron del frente un mes después del estallido. La revolución resultó demasiado peligrosa para ellos.

.Fue el apuntalamiento negro, indígena y  popular lo que precisamente impidió que los criollos lo secundaran, por lo que se apartaron de él. Hasta la aristocracia india y mestiza le negó su asistencia. Me refiero a los Pumacagua y Sahuaraura, por estar ganados por la maquinaria colonial. En cuanto a los chapetones y criollos porque ser hacendados, mineros, obrajeros y comerciantes. Es natural, por lo tanto, que no sintieran apego por la supresión de mitas, repartos y manumisión de  esclavos. Abolilir los repartos significaba arruinar a los comerciantes limeños y contrabandistas. Por eso Túpac Amaru no tuvo el favor de dicho sector. Más bien veían  un terrible peligro en la rebelión, lo cual se aprecia muy bien en un poema aparecido dentro de un pasquín de Arequipa. Ahí exclamaba un criollo que jamás aceptaría ser igual a los runas y mestizos, porque ello significaría “ser indios de los indios”. Es decir, sirviente de los indígenas. O en otras palabras: un blanco criado de los indios y mestizos. ¡Que horror!.

Por lo restante durante la sublevación  el gentío indígena y las castas rebasaron a Túpac Amaru. Unos y otros, como fruto de la experiencia de casi tres siglos de prejuicios y expoliación no tenían esperanzas en la unidad ni en la igualdad de derechos con los chapetones y criollos. De ahí que los runas y las castas con ahínco no dejaban piedra por mover al destruir los símbolos del avasallamiento colonial: mataban a corregidores, devastaban y saqueaban haciendas, incendiaban obrajes, se resistían a entregar diezmos y primicias.  Desmantelaban todo lo que podían. Esperaban de que triunfante Túpac Amaro, éste les entregase las tierras de las vastas heredades. Para las masas indias y castas, todos -tanto españoles como criollos- eran semejantes; dominadores y saqueadores. En otras palabras: para aquéllos, decir explotación, iniquidad, tropelía, enemigo, era mismo que pronunciar español, hacendado, criollo, minero, blanco. Mientras los españoles y criollos, por su lado,  identificaban a los indígenas como a pobres, torpes, sucios y enemigos. Por eso los runas exterminaban a la oligarquía terrateniente cada que podían. Criollos y chapetones eran perseguidos y destrozados. Abatían a los administradores coloniales y a mucho de las cargas fiscales. Configuraba, por consiguiente, una lucha de clases y de castas, de los pobres y dagnificados contra los grupos de poder que atropellaban y depredaban. Por eso los criollos y chapetones se unieron olvidando sus diferencias para masacrar a los indígenas.

Es visible, no fue una sublevación de runas solamente. También intervinieron mestizos, cholos, negros libres, mulatos, zambos, forasteros, criollos pobres y campesinos. Si bien los dirigentes eran totalmente mestizos. Era gente que tenía conciencia de clase y casta, y sabían lo que era una rebelión libertaria. De ahí que no fue una agitación más en el siglo XVIII, porque quiso terminar con el colonialismo, porque tuvo propósitos integradores, porque fue el intento más ambicioso de liberación campesina en nuestra patria, solo comparable al movimiento de Rumimaqui en las primeras décadas del siglo XX. Son parangonables porque fueron los únicos que tuvieron proyectos para formar ejércitos de liberación campesina.

Es evidente, no fue un mero motín rural, tampoco un simple movimiento reformista, ni mucho menos una revolución sin expectativas, ni movimiento mesiánico de retroceso. La envergadura de esta sublevación revolucionaria se la calibra a través del número de muertos: 110 000 indígenas y 10 000 españoles y criollos. Total 120 000 en una población de un millón 500 mil pobladores, lo que representa el 7.5 %. El Estado gastó en la represión 2 millones 600 mil pesos: el presupuesto de todo un año, sin contar los aportes del sector privado criollo.

No cabe duda, fue una magna revolución porque: 1° fue campesina, popular y espontánea. 2° Tuvo una extensa difusión. 3° Buscó la libertad de los campesinos y esclavos. 4° Pretendió abolir las barreras sociales  y de casta que rebajaban a indios, negros, mestizos, cholos, zambos y mulatos. 5° Quiso alcanzar la independencia y crear un Estado soberano, que escasamente lo logró en un corto sector entre el Cusco y Puno, desde mayo de 1781  enero de 1782: nueve meses de zona liberada.

La insurrección continental duró dos años. Se explayó por seis países y dejó 120 000 difuntos, mucho más que lo ocurrido durante agitación de la Comuna de París, o cualquier otra revolución europea. En el mismo año (1780) hubo un levantamiento en la hacienda Chota (Otusco / Huamachuco), encabezada por Juan Silvestre, quien soliviantó a sus paisanos para que nadie cancelara los tributos debidos al rey. De manera paralela al lapso final del gran rebelde de Tungasuca, se produjo la conmoción de Felipe Velasco en Huarochirí, que la delación prematura logró desbaratarla. Por su cercanía a Lima pudo tener consecuencias nefastas para  la clase dominante capitalina. El 7 de marzo de 1780 también hubo un tumulto en Cerro de Pasco protagonizado por indígenas de ambos sexos y de todas las edades contra la injusticia y la tiranía arrolladora. Con las armas en la mano vociferaban contra las alcabalas, cansados de que sus demandas y reclamos mediante memoriales, encaminados al representante del visitador Areche, eran archivados sin siquiera leerlos..

En fin, no dio resultados el proyecto de Túpac Amaru, de andar tras de una vía nacional para el Perú, plan que reclamaba llevarlo a cabo con amplias alianzas con mestizos y criollos. Claro que al comienzo tal idea le dio fuerza, pero al mismo tiempo lo hizo titubear. Así aconteció, en el sitio del Cusco, donde residían otros caciques y criollos, potenciales socios de los españoles. Finalmente, incapaz de consolidar el complejo espectro de fuerzas enfrentadas al poder virreinal, el rebelde fue derrotado.

Sucumbió como un héroe

La sentencia emitida contra Túpac Amaru y sus familiares fue una de las más infames y crueles de la historia universal. Ulteriormente de haber sido torturado sin piedad hasta fracturarle los huesos, fue sacado de la cárcel pública arrastrado por la cola de un caballo hasta el lugar del suplicio: la plaza mayor del Cusco. Allí presenció la ejecución aplicada a su mujer, a quien le cortaron la lengua y la remataron a puntapiés en los senos y partes pudendas, debido a que la cuerda que  apretujaba su cuello no podía ahogarla. Acto seguido, contempló las condenas dadas a sus hijos Hipólito y Fernando. De modo similar la  su cuñado Antonio Bastidas y de algunos de sus principales capitanes. Enseguida  el verdugo, con el gancho de una lanceta, le estiró bruscamente la lengua hacia afuera para cercenarla de un tajo  despiadado y perfecto, para luego atarle sus extremidades a la montura de cuatro jinetes que se lanzaron a toda prisa y briosamente para descuartizarlo en cinco porciones. Claro que no pudieron arrancarle  sus membrudos brazos y piernas en esta forma, por lo que a hachazos lo fragmentaron en cinco trozos para repartirlos por diferentes lugares con el fin de exhibirlo con objetivos escarmentadotes. De las que- se había dispuesto- una para exhibirla en el cerro de Picchu, y de inmediato quemarla. Su cabeza sería remitida al pueblo de Tinta, para mostrarla en una picota. Uno de sus brazos a Tungasuca, para lo mismo; el otro al pueblo de Carabaya. Una pierna al pueblo  de Livitica (Chumbivilcas) y lo sobrante de su cuerpo al pueblo de Santa Rosa (Lampa).

El suplicio fue llevado a efecto al píe de la letra; salvo el de ser despedazado por los equinos, debido a la poderosa energía muscular del héroe, .pese a estar martirizado.  Sin embargo, una vez muerto destrozaron su cuerpo para repartir sus miembros entre los lugares señalados por Areche. Pero además hubo otras sanciones. Prohibieron a los sobrevivientes el uso de sus títulos prehispánicos. Les achicharraron los retratos que en telas y maderas exhibían y “perennizaban” los semblantes de sus antepasados. Les deshicieron los libros y manuscritos que contenían sus genealogías. Les impidieron seguir vistiendo sus elegantes trajes cuyos decorados alegorizaban su poder y alcurnia. Les obligaron a no  evocar a los incas en representaciones teatrales que pudieran mantener  las reminiscencias de  las bondades  incaicas. Les confiscaron sus bienes. Los deportaron masivamente. Etc.

Fue un despiadado etnocidio encaminado a desaparecer todo vestigio y memoria de la identidad incaica.  Claro que ciertos cusqueños pertenecientes a la nobleza inca quedaron a salvo de tales condenas correctivas; es decir, los que aliados con los colonialistas arremetieron hasta diezmar a los incas nacionalistas, como sucedió con los Pumacagua y los Sahuaraura.

El fracaso del proyecto tupamarista

Con la desaparición de su corifeo máximo, el proyecto utópico de la aristocracia inca del Cusco fue asfixiado, podríamos decir en su totalidad, (bien que el golpe de gracia lo dieron en 1814 al derrocar a los rebeldes hermanos Angulo). Desde 1781 la resistencia netamente indígena del Cusco fue realmente barrida.

. Empero, en el Altiplano, Túpac Catari continuó dando una lucha más fiera y sin cuartel y hasta más heroica, ampliando sus objetivos de ataque a criollos y mestizos. Mucho más violento que Túpac Amaru, Túpac Catari y sus guerreros actuaron con indeleble tinte racista. Llegó a prohibir el castellano, los vestidos, los usos y las costumbres españolas. Pero finalmente quedó aislado y demolido. La condena que le infirieron en el santuario de Las Peñas fue la misma que a Túpac Amaru, con la diferencia de que a Túpac Catari los cuatro alazanes si lo desmembraron.

(El suplicio al que sometieron a estos personajes éponimos, ya había sido ensayado siglos antes en Europa con Francisco Reveillac, asesino de Enrique IV de Francia. Enseguida de ser martirizado con hierros candentes fue seccionado por cuatro corceles, mientras le descargaban inmisericordes hachazos en el torso)

Entendidas así las cosas, Túpac Amaru emerge como un auténtico revolucionario, un transformador que no se limitó al Virreinato del Perú sino a toda Sudamérica, excepto Brasil y Las Guayanas. Por eso es un héroe no solo del Perú, sino de la plenitud hispanoamericana,  y tal vez del mundo. Por eso lo consideramos un verdadero precursor, por cuanto vislumbró al Perú del futuro, un Perú total y orgánico. Es que encaró los ideales de un proyecto social y político de actualidad. Su ideario no ha sucumbido. Continúa como la luz y la promesa de las revoluciones. Ha sido fuente de inspiración de varios ideólogos y próceres de la independencia. Francisco de Miranda y Juan  Vizcardo y Guzmán lo citan y admiran. En las Cortes de Cadiz le dieron la razón al decretar la abolición de la esclavitud, la extinción de las mitas, la igualdad de españoles y americanos e incluso la finalización del ordenamiento de castas. Fueron reformas tardías, pero le reconocieron sus planteamientos. Castelli en Tiahuanaco lo  evocó. Belgrado en el Congreso de Tucumán propuso nombrar como  Inca al hermano de Túpac Amaro. El Primer Congreso Constituyente de Lima habló -si bien alegóricamente- de los “hermanos indios” peruanos. José Joaquín Olmedo alabó a los incas en su Canto a Junín. Simón Bolívar lo tuvo presente en su Carta de Jamaica y se demoró tres días en Tinta, núcleo de la gran sublevación. Actualmente el nombre de Túpac Amaro es izado para combatir la dependencia y dominación de cualquier pelaje. No pocos movimientos político-sociales que han  perseguido cambios estructurales en el siglo XX han adaptado su nombre. Juan Velasco Alvarado hizo colocar su retrato en la sala de sesiones del Ejecutivo, para lo cual retiró el de Francisco Pizarro que vergonzosamente presidía las reuniones del Ejecutivo y gobierno republicano, como muestra de cómo a la clase dominante peruana aun le costaba congojas y amarguras escapar de la inferioridad y supeditación ideológica que arrastra desde la décimo sexta centuria.

Túpac Amaru fracasó en el campo bélico de manera rotunda. Por eso no se alcanzó la supremacía mestiza-indígena; por lo que prosiguió la hegemonía criolla. La sierra en general y el Cusco en particular continuaron como zonas deprimidas y pauperizadas del Perú. El indígena del Cusco ha quedado como atractivo turístico. Lo que indica que el etnocidio andino se prolonga hasta hoy. En otras palabras: lo indio y lo cholo subsisten desdeñados. Por eso los unos y los otros actúan únicamente a la defensiva. Las comunidades campesinas y las lenguas quechua y aymara no logran verdadera vitalidad, ambas caminan a  su desaparición. De allí que desde entonces en nuestro país el liderazgo mestizo e indígena nunca han asumido roles de gran importancia, a diferencia del criollo.

Empero, juzguemos otros aspectos más. Pasada la rebelión de Túpac Amaru, los criollos se quedaron con un miedo terrible a los indígenas, aterradoramente traumatizados. Realidad que ahondó el abismo de separación entre unos y otros. La ilustración del siglo XVIII ayudó a los criollos a mantener el modelo clasificatorio y jerarquizado, moldeando su percepción sobre los indígenas. Constituía el resultado de la experiencia histórica vivida durante la rebelión de Túpac Amaru.

De ahí que los citados criollos, aún los ilustrados se endurecieron frente al indígena. Mejor dicho, creció la depreciación y visión negativa,  al mismo tiempo que temían el desborde campesino y popular. Tal concepción marcó la ideología de los criollos, ideas que precisamente primaron en la mentalidad de los llamados próceres de la independencia. Los criollos se negaban a compartir con los indígenas y mestizos el liderazgo de la lucha anticolonial, anhelaban -de acuerdo al sistema de castas- que cada cual ocupara su lugar en el nuevo Estado consolidado en las batallas de Junín y Ayacucho. Para los criollos era necesario tal conservadurismo para marcar distancias, lo que justificaban con la presunta inferioridad e incapacidad del runa andino

Tales conceptos iban a explosionar durante la Confederación Perú-Bolivana, año en que quedó otra vez demostrado el discurso de repulsa cultural y racial hacia lo  indígena, como producto de una larga historia que arrancaba desde la conquista del Perú por Francisco Pizarro y sus huestes.
Pero si bien en el terreno de las armas fue rendido, lo auténtico es que su proyecto de reformas sigue gozando de aceptación hasta hoy. Ahora disfruta de un franco cariño y propensión  entre los campesinos y estratos populares del Perú y Bolivia y aún del Ecuador. Los intelectuales lo admiran, los poetas le cantan (vgr. Alejandro Romualdo / José María Arguedas). Todo, en contraste a lo que sucede con Ramón Castilla, cuya figura está inequívocamente hinchada e inflada por la historia militar oficial. Pero lo innegable es que de Castilla no se acuerdan ni los indígenas ni  negros, no obstante que él borró el tributo y manumitió a los esclavos. Ni los unos ni los  otros lo admiran. A Túpac Amaro, por el contrario, sí lo rememoran, porque estuvo identificado con el campesinado y el pueblo. Castilla,  en cambio,  actuaba impulsado por ambiciones políticas para recolectar votos durante las elecciones contra   Echenique.

En la situación de Túpac Amaru sus  ideas y proyectos interesan a los historiadores, a los políticos, a los sociólogos y antropólogos. Túpac Amaru, no hay porque sospecharlo, es más que un héroe, es más conspicuo que Espartaco, porque éste solo se alzó por los esclavos, mientras que Túpac Amaru se sacrificó por los campesinos, por los esclavos, por todos.   Por ellos supo aceptar y soportar el tremendo holocausto, pues lo torturaron con más ferocidad que a Jesucristo. Finalmente, el mismo prelado que lo excomulgó tuvo la osadía de celebrar en su honor las honras fúnebres en la catedral Cusco, no obstante haber muerto  expulsado de la iglesia católica. Podría ser que se dio cuenta que su rebelión había sido justa.

. Compendiando lo  manifestado antes, Túpac Amaru, el mayor líder revolucionario de la historia peruana que florece entre 1780 y 1781, empezó como un litigante pacífico dentro de una transparente actitud fidelista, para terminar encabezando un levantamiento armado dentro de una línea, cuya culminación fue una gesta claramente separatista. Su conducta inconforme lo expresó en diversas naberas de protesta contra los corregidores y acciones favorables al pueblo quechua y mestizo. Estuvo en Lima en 1770 y 1777, elevando vigorosos alegatos ante la Audiencia. Para no perder su renombre y autoridad frente a las multitudes indígenas, defendió con ardor su categoría de inca y de cacique de Pampamarca, Surimana y Tungasuca. Es que los runas seguían y acataban ciegamente a sus curacas. Además, en Lima fue donde consiguió, para poseerlo como de su propiedad, un ejemplar de los Comentarios reales del inca Garcilaso de la Vega, obra que le permitió hacer comparaciones entre el utópico Estado Inca y el  insensible Estado colonial.

El hecho de que Túpac Amaru no lograra la liberación del Perú, no merma la grandeza de su rebelión. Es cierto, la independencia iba a ser conseguida por los otros, al margen de las expectativas indígenas  y mestizas. Pero él es un prócer gigante que contó con la identificación de distintos epónimos y campeones llamados Micaela Bastidas, Túpac Catari y otros capitanes más. Es verdad que tuvo imperdonables errores. Como conductor reveló estar mal orientado; si bien en medio de sus carceleros y verdugos mostró una firmeza que anonada y nos deja perplejos. Asombra que duramente el proceso, de acusado se convirtiera en el acusador de Areche. Es el aspecto indoblegable de su entereza durante su martirio, lo que lo ha convertido en un héroe de la historia universal, a pesar de que no pudo vencer.

.Con la desaparición del corifeo máximo, el proyecto utópico de la aristocracia inca del Cusco fue desvanecido, podríamos decir en su totalidad, Desde 1781 la resistencia netamente indígena del Cusco fue realmente extirpada, bien que el golpe de gracia lo dieron en 1814 al disolver a los rebeldes hermanos Angulo.

Micaela Bastidas

El papel que cumplió doña Micaela Bastidas, esposa de Túpac Amaru, tiene formidable importancia. Fue la principal consejera de su marido rebelde y revolucionario. La más notable propulsora de la revolución, de la ejecución del corregidor Arriaga y de marchar hacia la toma del Cusco posteriormente del combate de Sangarara.

Pero Túpac Amaru en determinadas  veces no le hacía caso, con pavorosas consecuencias, porque los hechos consecutivos daban la razón a doña Micaela. Como lideresa resolvió problemas administrativos, tratando de convencer a los caciques renuentes. Impulsaba la propaganda, incrementaba las tropas, reunía informes sobre las provincias enemigas y contrarias. Su incansable actividad se patentizó cuando su cónyuge desarrollaba su campaña fuera de Tinta y Tungasuca. La cordura de sus acciones le dio ascendiente, figuración e influjo entre los suyos. Hasta la víspera del retorno de Túpac Amaru, ella estuvo en pueblos cercanos aumentando los reclutas, por ser poca la enrolada en aquellos días.

Pero también hubo otras heroínas. Como doña Tomasa Tito Condemaita, cacica de Acos, dama que abandonó a su esposo por seguir la causa insurreccional. Al sitio del Cusco concurrió a caballo y tuvo una excelente actuación como guerrillera, por lo que Túpac Amaru le guardaba una especial deferencia. Areche le impuso una sanción atroz: la muerte, enseguida de pasearla desnuda por las calles del Cusco y de torturarla. Asimismo hay que citar a Cecilia Escalera Túpac Amaru, joven de apenas 25 años de edad en la fecha de la revolución; combatiente de primer orden, aunque analfabeta. Algunos documentos afirman  que era prima-hermana del gran adalid. Y a renglón continuo hay que enumerar a Manuela Condori, mujer de Diego Cristóbal Túpac Amaru; y a Bartolina Sisa, compañera de Túpac Catari, etc.

Consecuencias de la rebelión tupamarista

Si la rebelión de 1780 hubiera estado capitaneada por criollos, las posibilidades de triunfo habrían sido enormes. La desventaja del campesinado es que de su seno no podía salir una dirección efectiva. En vano Túpac Amaru lanzaba mensajes a criollos y mestizos, cuando las muchedumbres nativas se habían lanzado contra ellos. Su equívoco fue creer que la aversión y ojeriza de los criollos hacia los españoles serían motivos suficientes. Lo insospechable es que las acciones de Túpac Amaru  hicieron despertar en los criollos, mestizos y caciques ricos un penetrante miedo y desconfianza frente a los sectores indígenas. De manera que el gran líder acabó unificando a los que hasta hace poco habían estado desunidos: españoles, criollos y mestizos y caciques pudientes.

Por otro lado, con la revolución tupamarista la región sureña decayó económicamente. Se inició un período de declinación artesanal en los obrajes; y la miseria presentó igual perspectiva. La producción y el comercio interno se contrajeron como resultado de los factores anteriores, funcionando todos cual partes de un mismo engranaje. Como después se sucedieron algunos levantamientos campesinos y luego advinieron las guerras de la independencia política, se acentuó la citada crisis, desarticulando su economía.

Mientras que por la otra parte, no obstante las tremebundas sanciones y disposiciones tipo etnocidio despachadas por Areche, algunos de los deseos de Túpac Amaru llegaron a ser aceptados y atendidos por el poder colonial. Los repartos fueron extinguidos; las mitas mineras y obrajeras desaparecidas y en el Cusco  instalaron una Real Audiencia. Y algo más: subterráneamente, con posterioridad a 1782, prosiguió la veneración por la memoria de los incas tanto en la sierra como en la costa; pero con más cariño y frenesí en los pueblos de las alturas, en los cuales, hasta hoy, evocan treatralizando el “degüello de Atahualpa” dispuesto por Pizarro. En el siglo XIX, a partir de 1820, las citadas representaciones celebrabánlas ya anualmente. Configuraban escenas con canciones afligidas, acompañadas con actos de tristeza y melancolía, al extremo de que no pocos espectadores indígenas derramaban lágrimas.

Como se percibe, las prohibiciones españolas no fueron capaces de poner punto final a tales escenificaciones. En el campesinado indígena, por lo tanto, nunca fue posible esfumar la memoria de los probos y justos incas, dando motivo a un constante pensar en torno a la utopía del incario o Tahuantinsuyo. Se sabe que los focos geográficos más importantes de las referidas representaciones estaban en el Cusco y Huamanga (Ayacucho). Pero su influencia alcanzó hasta el litoral y se prolongó hacia el norte (Quito).

La rebelión de los Angulo y su tiempo.

La rebelión de Túpac Amaru, que ya  vimos, aunó temporalmente a españoles y criollos. Pero después de debelada la insurrección, el conflicto prosiguió y muy exacerbado, como lo evidencian los posteriores movimientos criollos de 1805 en el Cusco y de 1809 en La Paz. El de 1805, en gran medida, estuvo alimentado por la exclusión del sector criollo en los cargos públicos.

Con todo, a partir de 1806, en que las fuerzas de Napoleón Bonaparte invaden la península Ibérica, es que emerge una nueva situación histórica. Es la década en la que insurge, en el Cusco, la sublevación de los hermanos Angulo (1814), quienes consiguen la colaboración del viejo cacique don Mateo García Pumacagua.

En el movimiento de los Angulo -Vicente, Mariano, Juan y José- se divisa una finalidad política, que indica como el curso de los levantamientos peruanos iban camino a desembocar en un lugar no entrevisto antes. La monarquía no había perdido todavía su fascinación, pero estaba debilitada en su forma externa como poder y gobierno absoluto. El ideal político es ya el de una monarquía limitada, constitucional, donde la palabra del soberano no fuera decisiva. De ahí, a la idea de emancipación criolla había un trecho bastante corto, que se patentiza muy pronto en la mentalidad del criollo limeño José de La Riva Agüero. Por esas razones los criollos americanos acogieron con calor las innovaciones liberales de la metrópoli (1810-1812). Es un ambiente histórico que cubre a la integridad de Hispanoamérica, para culminar con la emancipación política de las colonias, quedando como promesa la independencia social y económica (democracia), que serán motivo de luchas posteriores, donde el mestizo peruano se apoyará en la robusta tradición indohispánica. La enérgica rebelión de los Angulo, de haber tenido éxito, habría anticipado la liberación política peruana. Sus expediciones que partieron del Cusco a La Paz y Puno, y otras a Huamanga y Arequipa tuvieron comienzos exitosos, bien que con  finales  comunes desafortunados.



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